Recostada contra la cafetería a la salida de la
bellísima librería Sophos en Guatemala, nos encontramos con el ejemplar de “El
Acordeón”, suplemento literario de fecha 19 de julio, que nos regala un muy
interesante artículo de la escritora argentina Josefina Ludmer, autora, entre
otras obras, de dos estudios
interpretativos sobre Garcia Marquez y nuestro J. C. Onetti.
En este
caso, en la huella de “Pierre Menard, autor del Quijote” desarrolla el tema del
plagio y las “apropiaciones” y “resignificaciones” de las obras ficcionales. HBG
Contra la
Propiedad Intelectual
Por
Josefina Ludmer
No comparto la
idea o el mito del autor como creador y la ficción legal de un propietario de
ideas y/o palabras. Creo, por el contrario, que son las corporaciones y los
medios los que se benefician con estas ideas y principios. El mito del plagio
(“el mal” o “el delito” en el mundo literario) puede ser invertido: los
sospechosos son precisamente los que apoyan la privatización del lenguaje. Las prácticas
artísticas son sociales y las ideas no son originales sino virales: se unen con
otras, cambian de forma y migran a otros territorios. La propiedad intelectual
nos sustrae la memoria y somete la imaginación a la ley.
Antes del Iluminismo, la práctica del plagio era la práctica aceptable como difusión de ideas y escritos. Lo practicaron Shakespeare, Marlowe, Chaucer, De Quincey y muchos otros que forman parte de la tradición literaria.
El derecho de autor se desarrolló originariamente en Inglaterra en el siglo XVII, no para proteger autores sino para reducir la competencia entre editores. El objetivo era reservar para los editores, perpetuamente, el derecho exclusivo de imprimir ciertos libros. La justificación, por supuesto, era que el lenguaje en literatura llevaba la marca que el autor le había impuesto y que por lo tanto era propiedad privada. Con esta mitología florecieron los derechos de autor durante el capitalismo, y establecieron el derecho legal de privatizar cualquier producto cultural, ya sean palabras, imágenes o sonidos.
Antes del Iluminismo, la práctica del plagio era la práctica aceptable como difusión de ideas y escritos. Lo practicaron Shakespeare, Marlowe, Chaucer, De Quincey y muchos otros que forman parte de la tradición literaria.
El derecho de autor se desarrolló originariamente en Inglaterra en el siglo XVII, no para proteger autores sino para reducir la competencia entre editores. El objetivo era reservar para los editores, perpetuamente, el derecho exclusivo de imprimir ciertos libros. La justificación, por supuesto, era que el lenguaje en literatura llevaba la marca que el autor le había impuesto y que por lo tanto era propiedad privada. Con esta mitología florecieron los derechos de autor durante el capitalismo, y establecieron el derecho legal de privatizar cualquier producto cultural, ya sean palabras, imágenes o sonidos.
Como se ha dicho
tantas veces, fue en los año ‘60 que Foucault, en primer lugar, y después
Barthes y otros, mostraron que “la función autor” impedía la libre circulación
y composición de ideas y conocimientos. Pero desde 1870 Lautréamont (como
después Maiacovski durante la Revolución Rusa) defendió una poesía impersonal,
escrita por todos, y sostuvo que el plagio era necesario. (Borges también lo
hizo, y pensaba, a partir de Valéry, en lo que llamaba el espíritu creador de
literatura.)
A partir de
Lautréamont las vanguardias del siglo XX, Dadá y los surrealistas, rechazaron
la originalidad y postularon una práctica de reciclado y rearmado: los ready-mades
de Duchamp y los montages con recortes de diarios de Tristan Tzara. También
rechazaron la idea del “arte” como esfera separada. Pero fueron los
situacionistas los que llevaron estas ideas al campo teórico, defendiendo el
uso de fragmentos ya escritos (o imágenes, o películas) como medio para
producir otras (nuevas) obras. Estas prácticas también incluían obras
colectivas, muchas veces sin firma. Recuerdo la revista Literal en los
años ‘70, donde no existía firma de autor.
Desde entonces, y
en esa tradición, creo que “el plagio” es simplemente un procedimiento para
pensar y escribir.
Hoy se postula el
uso de nombres diferentes (como es común en Internet), como táctica de
enfrentamiento al mito del creador y propietario. En Italia el fenómeno de
Luther Blissett tuvo este sentido: muchos escritores empezaron a usar este
nombre como “firma” para enfrentar la máquina editorial y mediática. Después de
su “suicidio” surgió el colectivo Wu Ming (anónimo, en chino), que escribe
novelas rehusando todo tipo de escrituras y enfrentando la idea de
“propietarios legales” de textos.
Hoy, a partir de
“la revolución digital”, el argumento ya no es que el autor es una ficción y
que la propiedad es un robo, sino que las leyes de propiedad intelectual deben
ser reformuladas. La tendencia es explorar las posibilidades del significado en
lo que ya existe, más que agregar información redundante. Estamos en la era de
lo recombinante: en cuerpos, géneros sexuales, textos, y culturas.
Como el plagio conlleva una serie de connotaciones negativas los que exploran su uso lo han camuflado con otras palabras: ready-mades, collages, intertextos, apropiaciones. Todas estas prácticas son exploraciones en el plagio y se oponen a las doctrinas esencialistas del texto. Precisamente uno de los objetivos del plagio es restaurar la dinámica y fluidez del significado, apropiando y recombinando fragmentos de cultura. El significado de un texto deriva de sus relaciones con otros textos.
Como el plagio conlleva una serie de connotaciones negativas los que exploran su uso lo han camuflado con otras palabras: ready-mades, collages, intertextos, apropiaciones. Todas estas prácticas son exploraciones en el plagio y se oponen a las doctrinas esencialistas del texto. Precisamente uno de los objetivos del plagio es restaurar la dinámica y fluidez del significado, apropiando y recombinando fragmentos de cultura. El significado de un texto deriva de sus relaciones con otros textos.
Creo que toda
condena de plagio (toda condena de un escritor como “delincuente” literario) es
un acto reaccionario. Y si pienso en una política propia de los que escribimos,
la consigna central sería que todo libro editado, como los periódicos, sea
digitalizado y puesto en Internet cuando aparece, para que pueda ser leído y
usado por cualquiera que pueda acceder libremente.