jueves, 23 de febrero de 2017

El laboralismo no llega a la Suprema Corte de Justicia

Transcribimos la nota de opinión publicada en el matutino La Diaria, que puede verse en además en:
 
El título hace referencia al filme uruguayo "Mal dia para Pescar", inspirado en el cuento de Juan Carlos Onetti "Bienvenido Bob"
 
 
Mal día para transparentar

 Hugo Barretto Ghione*

Ahora que todo parece indicar que la designación del próximo ministro de la Suprema Corte de Justicia se hará siguiendo el criterio de la antigüedad en el cargo de los Tribunales de Apelaciones, es bueno repasar algunos de los argumentos que se pusieron en juego durante  los últimos días por parte de actores políticos y de la sociedad civil sobre el procedimiento y las valoraciones de la propuesta del gobierno.

De una parte, un conjunto de opiniones de diversas organizaciones han puesto de manifiesto que la elección de quien ocupe la silla vacante se ha hecho siempre  en el marco de una total opacidad, contrastando así con las bondades de aquellos sistemas en que se hace un debate público acerca de las concepciones jurídicas (e inevitablemente ideológicas) que tienen los candidatos, que son sometidos a interrogatorios en instancias parlamentarias. Hay también sistemas en que los “candidatos” (nunca mejor llamados) deben reclutar voluntades, firmas o votos a efectos de contar con niveles de apoyo que legitimen su postulación.

El absolutamente compartible reclamo de trasparencia en los procedimientos de designación de quienes se sitúan en la cúspide de uno de los poderes del Estado de Derecho no debe soslayar las particularidades del caso, que hace que las cosas no sean tan sencillas de discernir. Lo que puede ser bueno para elegir gobernantes puede no serlo para designar jueces, y en lo fundamental, deben salvaguardarse ciertas garantías para  quienes deberán desempeñar su cargo con imparcialidad y sin compromisos con grupo de interés alguno.

Por otra parte, no debería confundirse la opacidad del actual sistema con la debida reserva, ya que la saludable transparencia  puede mutarse en manos irresponsables y demagógicas en afectaciones graves a la trayectoria y la significación que pueden ostentar los jueces que legítimamente aspiren a cumplir su compromiso con la justicia en las máximas responsabilidades institucionales.

Algo de esto ha ocurrido en el reciente debate, que exhibió el nombre de la Dra. Rosina Rossi como indicación del partido de gobierno, que tenía la prioridad para proponer,  y que luego de una inicial aquiescencia del resto de los partidos, fue llamativamente rechazada por el Partido Nacional bajo la infundada razón dada por alguno de sus voceros,  de “debilidades en su currículum”, de estar en el lugar 14 en la lista de méritos del Poder Judicial  (a lo que cabe aclarar, por nuestra parte, que es una lista de calificada por la antigüedad, no por el mérito, como erróneamente se dice) o de ser demasiado militante (¿de quien? ¿de qué partido, sector o secta? El legislador no lo aclara).

La referida juez es docente de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Universidad de la República y del Centro de Estudios Judiciales del Uruguay (Escuela Judicial), y por muchos años,  miembro de su dirección en representación de la Facultad de Derecho. En su actividad judicial, es  miembro del Tribunal de Apelaciones del Trabajo de 1er turno, donde se ha destacado nítidamente por sus posiciones apegadas a los enfoques centrados en los Derechos Humanos en su dimensión social mediante la aplicación directa de los instrumentos internacionales en esa materia  y por concebir al derecho del trabajo en su sentido humanista y protector siguiendo así la mejor doctrina uruguaya, que ha sido reconocida internacionalmente. La propia Suprema Corte de Justicia designó, en su momento, a la juez Rossi para integrar la comisión de redacción de la reforma procesal laboral, una medida que, sin mengua de las garantías, disminuyó considerablemente los plazos de duración de los procesos laborales de diecisiete meses  en primera instancia (año 2004, con 4609 asuntos) a seis meses en promedio ((2014, con 6715 asuntos), según datos de la pagina web del organismo.

En lo fundamental, la impugnación de la magistrada deja a la Suprema Corte de Justicia, una vez más, sin integrantes que provengan de la vertiente del Derecho Social (del trabajo, en este caso), en un organismo consuetudinariamente hegemonizado por concepciones privatistas y civilistas, muchas veces a contrapelo de la evolución del “tiempo de derechos” que pretende instalarse.

La publicidad de los argumentos vertidos en el debate sobre la designación de los jueces no asegura de ningún modo la trasparencia de las razones últimas de los actores (que pueden ser inconfesables), y nos pone frente al riesgo (no digo que sea el caso) del inolvidable relato de Mark Twain cuando en “Decadencia del arte de mentir” reclamaba al menos elegancia a la hora de no decir la verdad.

 



* Profesor Titular de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de la Rep{ublica

miércoles, 8 de febrero de 2017

Civilización o Barbarie: la consideración del otro y el “mirarnos a nosotros mismos como desde fuera”


Parece escrito teniendo presente los hechos de hoy mismo, cuando en épocas “trumpistas” nos encontramos con este texto profundamente humanista que dice Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización”. Mientras se proyecta una muralla que separa los territorios y nos aisla del “otro” (el diferente, el pobre), recordamos este discurso de Tzvetan Todorov, filósofo búlgaro fallecido en estos días, dicho en oportunidad de recibir el premio Príncipe de Asturias a las Ciencias Sociales (2008):

Antes de la época contemporánea, el mundo jamás había sido escenario de una circulación, tan intensa de los pueblos que lo habitan, ni de tantos encuentros entre ciudadanos de países diferentes. Las razones de tales movimientos de pueblos e individuos son múltiples. La celeridad de las comunicaciones incrementa el prestigio de los artistas y de los sabios, de los deportistas y de los militantes por la paz y la justicia, poniéndolos al alcance de los hombres de todos los continentes. La actual rapidez y facilidad de los viajes invita hoy a los habitantes de los países ricos a practicar un turismo de masas. La globalización de la economía, por su parte, obliga a sus elites a estar presentes en todos los rincones del planeta y a los obreros a desplazarse allá donde puedan encontrar trabajo. La población de los países pobres intenta por todos los medios acceder a lo que considera el paraíso de los países industrializados, en busca de unas condiciones de vida dignas. Otros huyen de la violencia que asola sus países: guerras, dictaduras, persecuciones, actos terroristas. A todas esas razones que motivan los desplazamientos de las poblaciones se han sumado, desde hace algunos años, los efectos del calentamiento climático, de las sequías y de los ciclones que este conlleva. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados, por cada centímetro de elevación del nivel de los océanos, habrá un millón de desplazados en el mundo. El siglo XXI se presenta como aquel en el que numerosos hombres y mujeres deberán abandonar su país de origen y adoptar, provisional o permanentemente, el estatus de extranjero.

Todos los países establecen diferencias entre sus ciudadanos y aquellos que no lo son, es decir, justamente, los extranjeros. No gozan de los mismos derechos, ni tienen los mismos deberes. Los extranjeros tienen el deber de someterse a las leyes del país en el que viven, aunque no participen en la gestión del mismo. Las leyes, por otra parte, no lo dicen todo: en el marco que definen, caben los miles de actos y gestos cotidianos que determinan el sabor que va a tener la existencia. Los habitantes de un país siempre tratarán a sus allegados con más atención y amor que a los desconocidos. Sin embargo, estos no dejan de ser hombres y mujeres como los demás. Les alientan las mismas ambiciones y padecen las mismas carencias; sólo que, en mayor medida que los primeros, son presa del desamparo y nos lanzan llamadas de auxilio. Esto nos atañe a todos, porque el extranjero no sólo es el otro, nosotros mismos lo fuimos o lo seremos, ayer o mañana, al albur de un destino incierto: cada uno de nosotros es un extranjero en potencia.

Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización. Los bárbaros son los que consideran que los otros, porque no se parecen a ellos, pertenecen a una humanidad inferior y merecen ser tratados con desprecio o condescendencia. Ser civilizado no significa haber cursado estudios superiores o haber leído muchos libros, o poseer una gran sabiduría: todos sabemos que ciertos individuos de esas características fueron capaces de cometer actos de absoluta perfecta barbarie. Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos a nosotros mismos como desde fuera. Nadie es definitivamente bárbaro o civilizado y cada cual es responsable de sus actos. Pero nosotros, que hoy recibimos este gran honor, tenemos la responsabilidad de dar un paso hacia un poco más de civilización.