lunes, 25 de noviembre de 2019

Historias mínimas de trabajadores invisibles (nunca invitados a la inauguración de las obras que construyen)


Gay Talese,  considerado un maestro del nuevo periodismo, relató en El Puente (1964) los avatares de la construcción del puente colgante más largo de Estados Unidos,  que une Brooklyn con Staten Island. Lo hace mediante una prosa morosa y detallada (y amena) que recorre desde la resistencia inicial  de los pobladores - alguno de los cuales vieron alteradas defintivamente sus vidas - hasta las historias personales de los trabajadores, llamados “boomers”, por correr tras las grandes obras del “boom” de la construcción.

Trabajadores invisibles

Desde su reedición de 2014 (Penguin Random House), Talese dice muy gráficamente que “igual que su predecesora, esta edición no pretende ser tanto una celebración del puente en sí como de los hombres que lo levantaron. Los mismos hombres que, dicho sea de paso no fueron invitados a la ceremonia de inauguración” de la obra, y en este sentido, el libro “es una invitación a conocer a quienes no fueron invitados”

La descripción de los boomers es directa y dinámica: “Llegan a la ciudad en coches enormes, viven en habitaciones amuebladas, beben whisky acompañados de chupitos de cerveza y persiguen a mujeres que no tardarán en olvidar. Se quedan poco tiempo, no más del que necesitan para construir el puente luego marchan a otra ciudad, a otro puente, anclándolo todo menos sus vidas (…) si no hay un puente que construir, construirán un rascacielos, o una autopista, o una central eléctrica, o cualquier otra cosa que les suponga un reto (…) no pueden resistirse a las ciudades en pleno boom”.

Y continúa:

(…) en apariencia los boomers son siempre grandotes, o por lo menos siempre son fuertes, y su piel es rojiza de tanto sol y de tanto viento. Algunos de los que calientan remaches tiene la tez chamuscada; algunos de los que transportan remaches son duros de oídos; algunos de los que introducen los remaches en pequeños conos metálicos lucen ampollas y quemaduras allá donde se les escurrieron; algunos soldadores ven fogonazos en sus sueños. Los que ensamblan el acero tiene cicatrices profundas a lo largo y ancho de las pantorrillas de trepar por las columnas. Muchos boomers tiene las manos deformes o dedos de menos al habérselos seccionado un trozo de acero resbaladizo. La mayoría han sufrido caídas y se han roto brazos o piernas al menos una o dos veces. Todos han presenciado muertes. (…) las mujeres descarriadas se sienten atraídas por ellos, les gustan porque tienen dinero y a sus esposas bien lejos. Les llegaron a gustar tanto como para abrir un burdel flotante bajo un puente cercano a San Luis, y como para usar cascos de seguridad dados la vuelta a modo de macetas en el barrio rojo de Paducah” (p. 15 – 16).

Los boomers siguen la tradición de sus padres para enrolarse al trabajo, y en muchos casos, conocen las obras desde niños por acompañar a sus progenitores. Uno de ellos, Edward Iannelli Jr. hijo de un boomers, cuenta su primer día de aprendiz:

“Jamás olvidaré el primer día que puse el pie en la sede del sindicato. Estrenaba para la ocasión unos zapatos y me encontré con una cola de tipos enormes. Algunos de ellos tenían aspecto de vagabundos, otros de gánsteres, y había quienes jugaban a las cartas y maldecían sentados a una mesa. ´Estaba un poco asustado, por lo que busqué un rincón en el que sentarme y me metí una mano en el bolsillo donde guardaba unos rosarios. 

Entonces apareció un hombre gritando: ¿anda por aquí el joven Iannielli?´. Le dije ´Soy yo´. ´Tengo un trabajo para ti´. Me dijo que acudiera a presentarme a un tipo llamado Harry, el cual se encontraba en los juzgados de lo penal, reciente inaugurados en un edificio de doce plantas del centro de Brooklyn. Corrí hacia allí y le dije a Harry: ´Me envían de la sede del sindicato´. Y él me dijo: ´De modo que eres el nuevo aprendiz´. Y yo le dije: ´Sí´. Y él me dijo: ´¿Cuentas con una autorización de tus padres?´. Y yo le dije: ´Sí´. Y él me dijo: ´¿Por escrito?´. Y yo le dije: ´No´. Y él me dijo: ´Pues ve a casa a buscarla´” (p. 120 – 121).

El libro es pródigo en historias puntuales de la vida de los trabajadores y sus familias, sus orígenes indios o irlandeses, de sus ceremonias, de las cantinas donde matan su tiempo libre, del burdel y del entorno completo de una obra de esa magnitud. Se  demora en descripciones del tendido del cableado de acero que sostiene el puente y de otros detalles de los mecanismos constructivos, vuelve una y otra vez sobre el riesgo de la rueda que tiende los cables a lo largo de la luz del puente, del montaje de las secciones y de las labores de preparación y de traslado de los materiales, de los  fracasos y éxitos en el presente y en el pasado de la ingeniería.

La figura del capataz

Talese tiene una mirada distante, no juzga, pero algunos personajes los dibuja como entrañables y otros detestables. Entre los últimos, se cuenta a Benny Olson, un capataz de la obra:

“Era un hombre menudo y delgado. Pesaba alrededor de 60 kilos, media 1.65 era casi calvo en la coronilla, si bien le caían algunos mechones por detrás del cuello, poseía unos ojos diminutos, azules y enmarcados por unas gafas con montura de hierro, y una nariz muy larga. Todo el mundo lo llamaba Benny ´el ratón´. Durante su larga trayectoria había sido presionador, jefe andante y capataz. Compensaba su baja estatura rebajando a los grandulones a base de insultarlos despiadada e incansablemente durante sus continuas exigencias de perfección y celeridad en cada tarea relacionada con el tendido de cable. A la mínima provocación despedía  quien hiciera falta. Era capaz de despedir a su propio hermano, De hecho, así había sido. Mientras trabajaban en un puente en Poughkeepsie en 1928, su hermano Ted no había reaccionado a una orden suya con insuficientes reflejos y había cavado su tumba.
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            Escuchadme, imbéciles – dijo a continuación al resto de trabajadores del puente - : aquí se van a hacer las cosas como yo diga, ¿me oís? O, si no, también os sacaré de aquí con una patada en el culo, ¿me oís?” (p. 88)

Accidente de trabajo y huelga

Bob Anderson había ya terminado su temporada de labor en el puente de Brooklyn cuando se trasladó con su familia a Portugal, para trabajar en un puente sobre el río Tajo. Un cable que sujetaba un bloque de 50 toneladas a algo más de un metro del suelo se ladeó y se soltó impactando con tal fuerza que lo lanzó por los aires, dañándole gravemente su cerebro.

Llegada la noticia al obrador del puente de Brooklyn, fue desgarradora:

“Para los boomers, aquel fue un cierre trágico a esos años tan emocionantes trabajando en Nueva York en la luz más larga del mundo. Se sentían orgullosos de B. Anderson. Había demostrado valor en el puente y camaradería lejos de él. Sabían que su nombre no se mencionaría en los fastos inaugurales del Verrazano – Narrows, porque a Anderson, igual que a otros como él, solo se le conocía en el pequeño mundo de los boomers. Sin embargo, en ese mundo eran gigantes, héroes a los que nunca les faltaban el coraje y el orgullo, hombres siempre fieles al código de honor de los boomers: acudir allá donde los esperaban los grandes trabajos…” (p. 185 – 186).

Chico Buarque pintó definitivamente la suerte de un trabajador de la construcción  accidentado a través de la compleja estructura de una de sus canciones emblemáticas:

Construcción

Amó aquella vez como si fuese última,
besó a su mujer como si fuese última,
y a cada hijo suyo cual si fuese el único,
y atravesó la calle con su paso tímido.
Subió a la construcción como si fuese máquina,
alzó en el balcón cuatro paredes sólidas,
ladrillo con ladrillo en un diseño mágico,
sus ojos embotados de cemento y lágrima.
Sentóse a descansar como si fuese sábado,
comió su pobre arroz como si fuese un príncipe,
bebió y sollozó como si fuese un náufrago,
danzó y se rió como si oyese música
y tropezó en el cielo con su paso alcohólico.
Y flotó por el aire cual si fuese un pájaro,
y terminó en el suelo como un bulto fláccido,
y agonizó en el medio del paseo público.
Murió a contramano entorpeciendo el tránsito.

Amó aquella vez como si fuese el último,
besó a su mujer como si fuese única,
y a cada hijo suyo cual si fuese el pródigo,
y atravesó la calle con su paso alcohólico.
Subió a la construcción como si fuese sólida,
alzó en el balcón cuatro paredes mágicas,
ladrillo con ladrillo en un diseño lógico,
sus ojos embotados de cemento y tránsito.
Sentóse a descansar como si fuese un príncipe,
comió su pobre arroz como si fuese el máximo,
bebió y sollozó como si fuese máquina,
danzó y se rió como si fuese el próximo
y tropezó en el cielo cual si oyese música.
Y flotó por el aire cual si fuese sábado,
y terminó en el suelo como un bulto tímido,
agonizó en el medio del paseo náufrago.
Murió a contramano entorpeciendo el público.

Amó aquella vez como si fuese máquina,
besó a su mujer como si fuese lógico,
alzó en el balcón cuatro paredes fláccidas,
Sentóse a descansar como si fuese un pájaro,
Y flotó en el aire cual si fuese un príncipe,
Y terminó en el suelo como un bulto alcohólico.
Murió  a contramano entorpeciendo el sábado.

La inseguridad y los accidentes de trabajo son a menudo  fuente de conflictividad en el mundo del trabajo.

Talese da un tratamiento certero narrando el papel del sindicato en la prevención de los riesgos mediante la movilización:

“El jueves 21 de noviembre, un fallo en el motor de una grúa provocó que un bloque de acero de 400 toneladas se quedara paralizado a medio camino y pasara la noche suspendido. Al día siguiente, después  de solucionarse el incidente, los sindicatos  protestaron ante la negativa de la compañía a colocar redes de seguridad bajo el puente. El enfrentamiento lo lideró Ray Corbett, un agente del Local 40 que en su día había sido trabajador del hierro  - ayudó a instalar la torre de telecomunicaciones en lo más alto del Empire State -. El lunes 2 de diciembre, a falta de acuerdo hizo que los trabajadores abandonaran el puente.

El argumento en contra de las redes no se sustentaban tanto en cuestiones económicas o en el tiempo que requería tenderlas, aunque  ambos factores también contaban como en el convencimiento de que no eran un método seguro a la hora de prevenir las muertes. Las redes nunca podrían tener la extensión necesaria para cubrir toda la parte inferior del puente, porque el acero que se izara forzosamente debería cruzar por su camino. También se pensaba que las redes, incluso las de menor tamaño que se ataran por aquí y por allá, y que se desplazaran junto con los hombres, podrían generar una falsa sensación de seguridad que desembocara en más accidentes. La huelga duró del 2 al 6 de diciembre y finalizó con la victoria del sindicato de los trabajadores del hierro. Al final consiguieron sus redes, por pequeñas  que se antojaran, y la determinación de Ray Corbett quedó justificada cuando, a lo largo del año siguiente, tres hombres cayeron del puente y las redes evitaron que chocaran contra el agua” (p. 138 – 139).

La poética del anonimato del trabajo

El anonimato de los verdaderos forjadores de una obra monumental, quienes ponen su saber, su energía y su cuerpo en la construcción, evoca, creo que inevitablemente, la poesía de Bertold Brecht, sobre las preguntas de un obrero frente a un libro. Con toda seguridad, siguieron la misma suerte que los boomers: algunos dejaron sus vidas en la obra  y ninguno fue invitado a la inauguración de las obras de las que fueron parte, según una anotación crítica de Talese al inicio de la crónica de El Puente.

Preguntas de un obrero ante un libro.
Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron?
La noche en que fue terminada la Muralla china,
¿a dónde fueron los albañiles? Roma la Grande
está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?
¿Sobre quiénes triunfaron los Césares? Bizancio, tan cantada,
¿tenía sólo palacios para sus habitantes? Hasta en la fabulosa Atlántida,
la noche en que el mar se la tragaba, los habitantes clamaban
pidiendo ayuda a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿El sólo?
César venció a los galos.
¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero?
Felipe II lloró al hundirse
su flota. ¿No lloró nadie más?
Federico II ganó la Guerra de los Siete Años.
¿Quién la ganó, además?
Una victoria en cada página.
¿Quién cocinaba los banquetes de la victoria?
Un gran hombre cada diez años.
¿Quién paga sus gastos?
Una pregunta para cada historia.
Bertold Brecht
del libro Poemas y Canciones

La literatura como vehículo de rescate  del papel de los verdaderos protagonistas, secularmente ocultos tras la pompa y circunstancia de los cortes de cinta.