Diego Rivera es quizá el paradigma del artista de una estética decididamente política e ideológica, unido indisociablemente con Frida Khalo, con quien mantuvo una relación inestable y atormentada. Su obra más conocida es la materializada en murales, en los que enaltece el trabajo manual, fabril, resaltando la fuerza del proletariado y su potencialidad transformadora.
No obstante, en un dejo contradictorio, una de sus obras más célebres la efectuó por encargo de Edsel Ford hijo de Henry, titular de la planta Ford, uno de los íconos del capitalismo. Inclinado a apoyar ciertas manifestaciones artísticas, el magnate adhirió a la tendencia de algunos de los más poderosos empresarios a apoyar y financiar iniciativas como museos, colecciones, bibliotecas, becas. Su colección de arte privada fue donada a su muerte al Detroit Institute of Arts, y se dice que su apego por el arte se tradujo en algunos sesgos de la producción industrial de automóviles durante su mandato: así, en tanto Henry Ford se caracterizó por la simpleza de las líneas y el énfasis en la mecánica, su hijo Edsel incorporó criterios estéticos en el diseño de los automóviles.
En los primeros años del decenio de 1930 Edsel encargó a Diego Rivera, que era célebre por los murales pintados en el Ministerio de Educación de México, la realización de una serie de decorados en el patio interior del museo del Detroit Institute of Art que tuviera como tema la producción fabril y la relación entre el hombre y la máquina en épocas del Taylor fordismo, que tan ácidamente criticó en clave satírica Charles Chaplin unos años después en “Tiempos Modernos” un filme tozudamente mudo en la época sonora. Los murales de Rivera en Detroit retratan la índole del trabajo manual, el proceso y organización del trabajo, la estrecha supervisión de los mandos medios, el esfuerzo y la potencia que el proletariado desplegaba en el ambiente laboral en el ensamble de motores, carrocerías, etc en el escenario de la cadena de montaje, donde asoma el color rojo de los hornos y las soldaduras. No se soslaya la referencia a la tierra como origen en una de las paredes laterales.
Los mecenas que posibilitaron el trabajo de artistas como Rivera hoy son sombras envueltas en un pasado añorado en la empobrecida Detroit de la era post industrial. Es sabido que la crisis de la ciudad ha provocado que el nivel poblacional se retrotrajera al existente en los años 50. Atrás quedaron los debates sobre la colaboración de Rivera con el magnate capitalista, o el lenguaje contestatario que pese a ese compromiso dejan ver en los murales, como una voz potente en el centro mismo de la producción capitalista; queda solo el testimonio de una obra inconfudible y definitiva, que dice mucho todavía acerca de la relación del arte con el poder y acerca de la frontera a veces imprecisa entre lo popular, lo estético, lo comercial y el compromiso político.
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