Los siguientes son
fragmentos de “El Poder Directivo del Empleador en tres relatos clásicos”, ensayo
publicado en la colección Cuadernillos
de la Fundación Electra, entidad fundada por el prof. Héctor – Hugo Barbagelata
sobre la cual ya hemos informado en este sitio.
La Metamorfosis de Kafka y
la internalización del control
Franz Kafka, uno de
los autores más influyentes y singulares del siglo XX, nació en Praga en 1883 y
murió en Viena en 1924.
El último de los
relatos utilizados en este ensayo es justamente el más conocido de Kafka, un
escritor muy recurrido por los
estudiosos del vinculo del derecho con la literatura, fundamentalmente por su
novela “El Proceso”, de la cual hay una versión cinematográfica ejemplar de Orson
Welles (1963).
“La
Metamorfosis” fue escrito en 1912 y
publicado en 1916 y constituye un verdadero clásico de la literatura, pródigo
en interpretaciones y precursor en más de un sentido. La genial desobediencia
de Max Brod, el albacea literario de Kafka, hizo que la obra en su conjunto se
salvara de la decisión de eliminación que había dictado antes de su muerte,
afirmación que se ha puesto en entredicho de manera original[1].
El inicio del relato
figura entre los más célebres y no es ésta la ocasión de omitirlo:
“Al despertar
Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama
convertido en un monstruoso insecto”.
Sumergidos en la
pesadilla del protagonista, y pese a lo extraordinario de la situación, es
llamativo que en las primeras treinta páginas la preocupación prevalente de
Gregorio Samsa sea cómo concurrir al trabajo para que no se entienda su
defección como una falta laboral.
Las apelaciones al
deber y a la sujeción al poder del empleador son continuas. A poco de
despertar, la primera explicación que Samsa da a la transformación que ha sido
objeto es atribuida al cansancio que le
genera su tarea de vendedor de comercio:
“Ay Dios” se dijo
entonces, “¡que cansada es la profesión que he elegido! Un día sí y otro
también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se
trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén”. Se compara con otros
vendedores que a media mañana se encuentran sentados en la fonda, tomando su
desayuno:
“Si yo con el jefe
que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto de patitas en la
calle”.
Pese a las
dificultades que tiene para moverse e incorporarse, dado que se “encontraba
echado sobre el duro caparazón de su espalda” repara una y otra vez en el
transcurso del tiempo y en cómo ha perdido ya el tren de las cinco y cómo puede
tomar el de las siete.
El desasosiego por no
llegar tarde al trabajo aparece de nuevo:
“Además, aunque
alcanzare el tren, no por ello evitaría la filípica del amo, pues el mozo del
almacén, que habría bajado del tren a las cinco, debía de haber dado ya cuenta
de su falta. Era el tal mozo una hechura del amo, sin dignidad ni
consideración”.
Si diera parte de
enfermo, la empresa le enviaría el médico certificador, “para quien todos los
hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al trabajo”.
Resulta patético el
siguiente pasaje, que revela por un lado la insistente preocupación por
concurrir al trabajo y por otro lado, sin solución de continuidad, describe las
vicisitudes de acomodarse a su nueva
condición de insecto puesto patas arriba en la cama:
“pero poco a poco,
pensó: “antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya
levantado. Sin contar que, entretanto, vendrá seguramente alguien del almacén a
preguntar por mí, pues allí abren antes de las siete”
Y a renglón seguido
se dice:
“Y se dispuso a salir
de la cama balanceándose cuan largo era. Dejándose caer en esta forma, la
cabeza, que tenía el firme propósito de mantener enérgicamente erguida, saldría
probablemente sin daño ninguno. La espalda parecía tener resistencia bastante:
nada le pasaría al dar con ella en la alfombra”.
No debe existir
seguramente en la literatura un pasaje tan elocuente que deje entrever la
urdimbre del poder del empleador y la internalización del control y el deber
más que en esta contraposición que obvia lo extraordinario para cumplir con lo
cotidiano de una manera urgente.
Kafka ha recurrido en
otras ocasiones a resaltar la rutina del poder/deber que presenta tal entidad
que deja en un cono de sombra las situaciones verdaderamente excepcionales que
viven sus personajes.
Así en “El Proceso”,
Josef K. al despertar se encuentra con que dos funcionarios han venido a
arrestarle por razones ignotas que no
están autorizados a poner en su conocimiento.
Uno de ellos ha penetrado en su dormitorio, y el otro permanecía en una habitación contigua, “sentado junto a la
ventana abierta, leyendo un libro, del que ahora apartó la mirada”. Sin
embargo, a Josef K. solo le llama la atención el hecho que la Sra Grubach, la
cocinera, no le hubiera alcanzado el desayuno a las ocho:
“¡Esto sí es raro!
Exclamó K, saltando de la cama y poniéndose rápidamente los pantalones. Debo
ver que clase de gente son estas que están en la habitación de al lado y que
explicación me da la Sra Grubach sobre semejante proceder”.
Lo extraño invade la
cotidianeidad de los personajes de Kafka, pero estos parecen ocuparse solamente
de la reconstitución de “la realidad” y del cumplimiento de los deberes y el
acatamiento a las diversas formas de poder (del empleador, en el caso de Gregorio
Samsa).
Los personajes de
Kafka conciben la existencia de una
normativa legítima (concurrir en hora al trabajo, recibir una prestación
– el desayuno) pero soslayan la alteración de la rutina por circunstancias
extraordinarias que se sitúan fuera de su control y más aún, en el plano de la
legitimidad, ignoran que si una norma ha sido incumplida, ésta es la que
protege la intimidad de Gregorio y el
Sr. K.
Como en “El Proceso”,
la personificación del poder se hace presente en el hogar de Gregorio, y la
interferencia del jefe provoca reacciones dispares en la familia, que van de la
sumisión al temor, pero siempre desestimando cualquier sospecha de intromisión
en la vida privada de las personas:
“A Gregorio le bastó
oír la primera palabra pronunciada por el visitante para percatarse de quien
era. Era el principal en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a
trabajar en una casa en la cual la más mínima ausencia despertaba
inmediatamente las más trágicas sospechas? ¿Es que los empleados, todos en
general y cada uno en particular, no eran sino unos pillos”.
El padre de Gregorio
intercede y pide a su hijo que reciba al principal en el dormitorio, lo cual
supone el mayor quebrantamiento del derecho a la intimidad que pueda
imaginarse, pero los personajes de Kafka obvian todo extrañamiento para dar
apariencia de normalidad a lo que es arbitrario y extravagante:
Dice el padre:
“Gregorio ha venido
el señor principal y pregunta porqué no te marchaste en el primer tren. No
sabemos lo que debemos contestarle. Además, desea hablar personalmente contigo.
Con que haz el favor de abrir la puerta”
Y remata el párrafo
con este apunte esencial en boca del padre:
“El señor principal
tendrá la bondad de disculpar el desorden del cuarto”.
Gregorio se exalta,
no por encontrar que la propuesta del padre es inaceptable, sino por querer
cumplir con la orden de retomar el trabajo:
“Señor principal –
gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo demás – Voy inmediatamente, voy al
momento. Una ligera indisposición, un desvanecimiento, me ha impedido
levantarme. Estoy todavía acostado. Pero ya me siento completamente despejado.
Ahora mismo me levanto. ¡Un momento de paciencia! Aún no me encuentro tan bien como creía. Pero
ya estoy mejor. No se comprende como le pueden suceder a uno estas cosas. Ayer
de tarde estaba yo tan bien”.
La locución de
Gregorio no se entiende: se confunde en una serie de chillidos. El jefe se
muestra inflexible: “¿no será que se hace el loco?”.
Cuando finalmente se
abre la puerta del cuarto y aparece la figura animal de Gregorio, se produce
una crisis nerviosa de su madre y el principal se precipita hacia la escalera
con un rictus de asco en el rostro. Gregorio le persigue para explicarle la
situación y darle seguridades de su intención de concurrir al trabajo.
Las patitas, apoyadas
en el suelo, le obedecían perfectamente, y “lo notó con natural alegría y vio
que se esforzaban en llevarle allí donde él deseaba ir, dándole la sensación de
haber llegado al cabo de su sufrimiento”. Concomitantemente, “comprendió que no
debía de ningún modo dejar marchar al principal en ese estado de ánimo, pues si
no su puesto en el almacén estaba seriamente amenazado”.
En Kafka el poder del
empleador penetra todos los intersticios de la vida privada y prevalece sobre
cualquier otra consideración de la realidad de Gregorio, aún cuando se trate de
una conversión absurda e irreal en un insecto. El personaje, un insecto, no
renuncia al deber y siente en su recinto
más privado la presencia de la autoridad del patrón que es percibida como un
hecho natural dentro de las condiciones en que se desarrolla la acción.
En este punto, la
conversión en insecto del trabajador
puede verse (en una interpretación arriesgada y quizá improcedente) como
una metáfora de la deshumanización e indignidad inducida por el abuso y la
exorbitancia del poder del empleador.
El Escribiente de Melville:
la pérdida de sentido del poder
Herman Melville nació y murió en Nueva York (1819 – 1891). Publicó Bartleby, el escribiente, como parte de un volumen aparecido en 1856, aunque se dice que había visto ya la luz de forma anónima en 1853. Su obra principal es Moby Dick, pero con Bartleby resulta más experimental y preanuncia el absurdo que influirá en Kafka, quien a su vez, al decir de J.L. Borges arrojará una “luz ulterior sobre la obra de Melville”. En un prólogo a Bartleby, el mismo Borges dirá que el “idioma tranquilo y hasta jocoso” del cuento es aplicado a “una materia atroz” pareciendo de esa manera prefigurar a Franz Kafka.
La anécdota es
sencilla, y en su inicio el narrador, en primera persona, se presenta
como responsable de un despacho de abogado:
“Soy un hombre más
bien mayor. La naturaleza de mis actividades en los últimos treinta años me ha
puesto en contacto más que ordinario con lo que parecería ser un interesante y
algo singular círculo de hombres, de quienes, hasta ahora, nada que yo sepa se
ha escrito jamás; me refiero a los copistas jurídicos o escribientes”.
De inmediato el
narrador renuncia a todas las biografías que pudieran hacerse sobre los
escribientes a cambio de algunos pasajes de la vida de Bartleby, el “mas
extraño que yo haya visto o del que haya oído hablar” y el hecho que exista tan
poco material para una bibliografía plena y satisfactoria “es una pérdida
irreparable para la literatura”.
Este guiño a la
literatura dentro de la literatura da paso a una descripción del entorno de
trabajo mediante unos trazos breves del personal que trabaja en el estudio.
Todos los empleados presentan alguna
particularidad, pero nada hace sospechar lo extraordinario que está por pasar.
La aparición de
Bartleby en escena es en respuesta a un aviso puesto por el abogado y se
presenta “pálido, pulcro, lastimosamente respetable” y “tras unas pocas
palabras en lo tocante a sus aptitudes” es contratado, ubicándosele en un
escritorio contiguo al abogado-jefe, separado por unas puertas libro de vidrio
esmerilado del resto de los copitas del estudio jurídico.
En el apacible
ambiente laboral irrumpe lo extraño del comportamiento de Bartleby que
terminará alterando el orden cotidiano. Melville lo describe de esta manera:
“fue al tercer día,
pienso, de que estaba él conmigo, y antes que surgiera alguna necesidad de
examinar sus escritos, que, urgido por completar un trabajito que tenía entre
manos, llamé abruptamente a Bartleby. En la prisa y la natural expectativa de
un acatamiento inmediato, me hallaba sentado con la cabeza inclinada sobre el
original apoyado en el escritorio y la mano derecha al costado, algo
nerviosamente extendida con la copia, de modo que, al instante de surgir de su
retiro, Bartleby pudiera agarrarla y ponerse a trabajar sin la más mínima
demora.
En esa mismísima
actitud me hallaba sentado cuando lo llamé, indicándole rápido lo que se
requería que hiciera, esto es, examinar conmigo un papelito. Imaginen mi
sorpresa, más aún, mi consternación, cuando, sin moverse de su lugar privado,
Bartleby, con una voz singularmente mansa y firme, contestó: “preferiría no
hacerlo”. Me quedé un rato en perfecto silencio, recobrando mis aturdidas
facultades (…) repetí mi petición en el tono más claro que pude adoptar, pero
con uno igual de claro llegó la contestación anterior: “preferiría no hacerlo.
- Preferiría
no hacerlo – repetí como un eco, levantándome con gran excitación y cruzando la
sala a zancadas - ¿Qué quiere decir con esto? ¿Es lunático usted?: quiero que
me ayude a confrontar esta hoja, tómela – y se la tendí hacia él.
- Preferiría
no hacerlo, dijo”.
La fórmula
lingüística es enigmática, ya que no comporta afirmación ni negación alguna; no
hay una elección de por medio: “preferir” no es optar ni es asignar un sentido
a algo, por lo cual Bartleby se sitúa por fuera del ambiente de trabajo y del
ambiente social por extensión, haciendo imposible todo intercambio e
interacción.
Si Gregorio Samsa
despertará convertido en un insecto, Bartleby más bien parece transmutarse en
un objeto más de la oficina del jurista: la cosificación obedece a una forma de
ver, a una mirada con la cual Melville observa la realidad.
Lo inofensivo de
Bartleby contrasta con su indeclinable decisión de ponerse al margen del
proceso de trabajo mediante una economía comunicacional tan lacónica como
inexpresiva: “preferiría no hacerlo”. A diferencia de Akaky y sobretodo de
Gregorio Samsa, no tenemos la versión propia de Bartleby sobre sus juicios
acerca de las relaciones humanas, el trabajo o las peripecias que debe
transitar.
El poder de dirección
del empleador parece no rozarle, y en este caso lo que aparece en evidencia es
la perplejidad que provoca en la autoridad el tipo de “resistencia pasiva” que
emplea Bartelby.
El problema para la
autoridad es que Bartleby no es un revolucionario ni un agitador social ni un
rebelde, situaciones todas en las cuales la autoridad del empleador encuentra
una resistencia esperable y respecto de la cual existe una cultura y unos modos
de contraponerse. El mismo jefe confiesa que si la respuesta no se diera con
esta especie de serenidad respetuosa que emplea Bartleby, lo hubiera despedido
de inmediato.
Bartleby con su
fórmula rompe con los comportamientos
esperables, ya que una orden del empleador admite solo posiciones binarias:
puede ser acatada o desconocida, y en este caso las consecuencias ulteriores
son previsibles. Sin embargo, Bartleby clausura toda comunicación aún la del
conflicto y la confrontación, y con ello rompe con un elemento central de la
diferencia en el marco de las relaciones laborales: no reconoce a su
contraparte.
En este sentido, lo
extraño, lo raro, surge no de la desobediencia (individual o colectiva) del
trabajador a una orden dictada por el empleador, sino de un punto de vista
mucho más radical a tal grado de situarse por fuera de toda pertenencia al mundo del trabajo. La preferencia por no
hacer lo que le mandan es la negación del reconocimiento de la contraparte como
elemento básico de la representación de los intereses en juego en el mundo del
trabajo.
La ausencia de
significados en la conducta de Bartleby
quiebra la cadena de sentidos en la relación de subordinación: no está previsto
que alguien deje de afirmar o negar, deje de comunicarse y de esa manera
debilite el poder del empleador, que hubiere esperado un comportamiento más
definido de parte del trabajador, y en ese sentido sería preferible la simple
resistencia o negación a cumplir que la mera dicción de una preferencia.
El poder no
puede operar sobre la falta de sentido;
queda sin el sustento dialéctico – pero sustento al fin – que significa la
resistencia del trabajador a las órdenes impartidas.
Como en la dialéctica
del amo y del esclavo, el amo depende del esclavo para revivificar su poder; la
pérdida de sentido del ejercicio del poder lo deja como suspendido en el
espacio, sin una materialidad sobre la cual aplicarse.
[1] J.L. Borges plantea sin embargo que Max Brod acató la voluntad secreta
del muerto: “si éste hubiera
querido destruir su obra, lo
habría hecho personalmente; encargó a otros que lo hicieran para desligarse de
una responsabilidad, no para que ejecutaran su orden”. Agrega que “Kafka
hubiera querido escribir una obra venturosa y serena, no la uniforme serie de
pesadillas que su sinceridad le dictó”.
Ver Prólogos con un Prólogo de Prólogos. Biblioteca Borges. Alianza Editorial,
2002