Con ese
título se publicó en la semana una columna de opinión del filósofo uruguayo
Sandino Núñez en el matutino La Diaria, que reproducimos íntegramente por
expresar de manera impar unas reflexiones que combinan profundidad e ironía en
clave de crítica de cierto pensamiento contemporáneo.
……………………………………………
Impeachment es la palabra
finísima que se ha usado para hablar del juicio político a la presidenta de
Brasil, Dilma Rousseff. Palabra blanca y técnica del derecho sajón, en la que
parece sonar el eco de la poesía publicitaria (algo de bebida refrescante
efervescente), impeachment es el nombre poético de las modalidades
administrativas que las minorías fuertes utilizan para inhabilitar, derrocar y
cambiar gobiernos potencialmente adversos o antipáticos sin sacrificar el clima
feliz de la vida de las democracias liberales. Por lo menos en esta zona
del globo. El hondureño Manuel Zelaya había sido destituido y detenido en una
forma técnica y constitucional de golpe de Estado. Lo mismo había sucedido con
Fernando Lugo. Rafael Correa debió sobrevivir a varios terremotos de ese tipo.
Algo similar ha ocurrido con Evo Morales. Ollanta Humala espera su turno.
Parecen viejos los tiempos del clásico
golpe de Estado, la teatralidad de la disolución de las cámaras, la suspensión
de derechos y garantías, la gravedad prepotente de los discursos y los actos
institucionales, etcétera. El poder soberano y su declaración de estados de
excepción parecían exigir gastos y justificaciones ideológicas que estas
modalidades técnicas o administrativas ahorran. Y el ahorro (eficacia, mínimos
de inversión, máximos beneficios, aprovechamiento, etcétera), se sabe, es la
lógica que nos explica a todos (incluso, y sobre todo, a los estetas y
libertinos del despilfarro, del consumo y del gasto). Así se cierra el circuito
práctico-económico perfecto del procedimiento democrático.
Las cuestiones públicas se desplazan a
meros problemas del funcionamiento de un aparato, o de la salud o la vida de un
organismo. Nada de fuerzas armadas ni de presos políticos. Ninguna épica de la
resistencia, ninguna doctrina recalcitrante ni fascista, ninguna psicología
paranoica. Nada de significación ideológica, doctrinaria, conceptual o
política. La era del impeachment no se instala en nombre de algún
concepto o modo de ser político-social de la vida, y, por tanto, tampoco va
contra ningún otro. Ni siquiera va contra estilos de gobierno o contra
características de gobernantes. Es una operación de ingenieros, médicos,
mecánicos o administrativos, no de políticos. Más allá o más acá de cualquier
deuda ideológica, nos sitúa en el recinto laboratorial, blanco y sin sombras,
del simple y elemental funcionamiento. Es un artefacto administrativo
fiscal de corrección de anomalías que convierte inmediatamente a cualquier
gobierno en el directorio de una empresa. Así, un mal gobierno es un gobierno
que incurre en negligencias o ineptitudes de gerencia o gestión, es decir, el
último pecado del protestante anglosajón. Se sospecha, se empuja a sospechar,
se investigan fraudes y corrupciones, conductas oscuras o deshonestas, se
interpela incesantemente a la función pública o ejecutiva, se grita desde el
lugar del usuario o del consumidor indignado, en nombre de su derecho a saber y
del axioma de la transparencia. Llegado el momento, se utilizan las alianzas
atávicas en el Poder Judicial y los fiscales, sillas y cargos no elegibles y no
tocables, concilio de sabios por encima del resorte mismo del procedimiento
democrático -una discreta opacidad que garantiza la transparencia de todo el
sistema-, hasta dar una estocada con fuerza y profundidad suficientes como para
destituir a un gobierno.
Ahora bien, el gobierno K, a pesar de
haber sido sucedido en el juego electoral, ha pasado por cientos de acusaciones
y sospechas de anomalías (corrupción, enriquecimiento, persecución ideológica,
homicidio), y por eso supuestamente su imagen se ha deteriorado ante la opinión
pública hasta el punto de explicar su derrota en manos de un insustancial
empresario millonario, con cara de better call Saul, que baila. ¿Qué
diferencia hay, en el fondo, con los casos de Zelaya, Lugo o Dilma? ¿No es lo
electoral la lógica misma de un continuo impeachment?, ¿y no es entonces
el juicio político o la interpelación el momento grave, positivo y espectacular
de un mecanismo que parece ya estar instalado por defecto, como un chasis
invisible, en todos los aspectos de la vida institucional de la democracia? La
democracia de medios ha terminado por hacer de toda la política una incesante,
ilimitada y estúpida campaña electoral. Recordemos que en Uruguay hace no menos
de diez años que se repite la rutina coreográfica de un gobierno aterrorizado
con perder popularidad y votos, y una oposición que no se entiende a sí misma
sino en la forma hiperrealista e infantil de su papel fiscal y controlador: comisiones
investigadoras de esto y aquello, interpelaciones parlamentarias cada diez
minutos, seguridad, educación, ANCAP, Pluna o la licenciatura de Raúl Sendic,
la significativa pasividad de la izquierda ante los recursos de
inconstitucionalidad (fallas técnicas) interpuestos a leyes “ideológicas” como
el impuesto al latifundio o la regulación de los medios de comunicación.
Parece entonces que hemos dado con una racionalidad superior,
tecnológica, prolija, a medida. El mecanismo democrático electoral parlamentario
es el último peldaño de la escalera al saber absoluto. Entendida como objeto
parcial, la democracia es algo que se tiene o no se tiene. Si no se la tiene
hay que conseguirla ya, y si se la tiene entendemos que es insuficiente,
y entonces no solamente hay que cuidarla, sino que también hay que mejorarla,
perfeccionarla, favorecer su evolución y su funcionamiento, combatir
técnicamente obstáculos o retrocesos, iluminar con la luz blanca de la
tecnología y la pragmática las zonas oscuras, atrasadas y patológicas de los
dogmas y las supersticiones -y también, ya que a esta altura no es muy clara la
diferencia, de los idealismos y los sueños improcedentes, caros e inútiles de
la vieja razón política-. Ese es nuestro trazo y nuestra escritura: las
crisis (capitalistas) de la democracia liberal mediática son meros problemas
que se solucionan con más democracia, más liberalismo, más medios. Llegamos al
punto de consagración del capital que mencionaba Karl Marx: se desideologizan
las relaciones de producción en la llamada “superestructura” (sujeto, política,
universalidad) conforme se fetichiza la “infraestructura”, las relaciones
técnicas y el propio orden económico de la producción (tecnología, economía,
globalización). Y aunque entiendo que las fórmulas milenaristas ya no convocan
a nadie, digo: la era del impeachment representa, en el nivel de las
formas institucionales del gobierno, el fin manifiesto de la historia política.
Vivimos en plena eternidad abstracta. La vida, la sobrevivencia, la economía,
la salud, el empleo, la gestión, la eficacia, la libertad ya conquistada. Lo
eterno del funcionamiento contra lo histórico del significado.
Excelente texto Professor Hugo Barreto. Um grande abraço do Brasil!!!
ResponderEliminar