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Hablemos
de la libertad en el trabajo
Se ha convertido en sentido
común hablar de la libertad en el trabajo y de su privación cuando mediante piquetes u ocupaciones de
empresas por sindicalistas se impide el acceso a quienes no adhieren a esas
medidas. Existe una jurisprudencia firme que ampara la libertad de trabajo en
esas situaciones, ordenando la desocupación inmediata.
Con ser muy relevante esta garantía
de los derechos individuales, no es la única dimensión que la libertad en el
trabajo presenta en las relaciones laborales.
Las recientes denuncias
sobre hechos de violencia hacia trabajadores
rurales, que tuvieron amplia difusión
pública, generaron informaciones y
comentarios de todo tipo, haciendo foco básicamente – con alguna excepción – en
la circunstancia misma de la intimidación presuntamente aplicada. La espectacularidad de los casos dejó “fuera de cuadro” o al menos no
suficientemente tratado, un costado del
asunto que asomó en varios tramos del debate y en ciertas expresiones de alguno
de los denunciantes: la mención a que el origen del diferendo estaba en un
reclamo del trabajador al empleador por la carga horaria de labor excesiva y su consiguiente obligatoriedad de cumplimiento
si se pretendía mantener el empleo.
Con absoluta independencia
de cualquiera de los casos conocidos, a los que no vamos a referir, parece no
obstante pertinente desarrollar algunas reflexiones sobre el valor de la
libertad de las personas sujetas a un “contrato” o relación laboral, una
perspectiva que no siempre se trata ya que en general los enfoques se centran
en los derechos que le asisten a quien trabaja subordinadamente y no en el
riesgo de afectación de la libertad que conlleva ese tipo de vínculo.
Que el origen de un conflicto
individual de trabajo se sitúe en la
negativa del dependiente a laborar más allá de la duración legal de la jornada –
aún sin considerar el eventual desenlace que tenga esa imposición - deja retrogusto incómodo de asumir para
quienes piensan que “en Uruguay eso no
pasa”, y que la libertad de las personas en su relación de trabajo no está en
cuestión en la era de la “agenda de los derechos”.
El tema surge, además, en un
tipo singular de relación de trabajo, ya que la reticencia a la aplicación de
las normas de protección social a los trabajadores rurales no es novedosa.
Obra
en estos casos un prejuicio secularmente arraigado que dice que el trabajador
rural no puede acceder al derecho de limitación de la jornada por las
especiales circunstancias en que se desarrolla su trabajo, dependiente de los
ciclos de la naturaleza y de las eventualidades del tiempo. Palabras más
palabras menos, fue el ariete argumental que expusieron legisladores de los
partidos Blanco y Colorado en oportunidad de la discusión parlamentaria de la
limitación del tiempo de trabajo y
descanso semanal en el sector rural, cuando se opusieron pétreamente a la sanción
de la ley N° 18441 en 2008. No pudieron
desembarazarse de una rémora (¿o de un interés?) que cargan pesadamente desde que la pionera
ley de 1915 de limitara la duración del trabajo sin considerar el
sector doméstico ni el rural. Casi un siglo hubo que esperar para que se
reconociera un derecho básico como es la autonomía en el uso del tiempo por
parte de todos los trabajadores.
Esa concepción restrictiva tan
malamente disimulada en la última campaña electoral, y que por el contrario había
sido tan llanamente expuesta por legisladores de los partidos tradicionales, puede ser reveladora de un modo de ver las
relaciones laborales, signadas en muchos
casos por un paternalismo que todavía no
ha dado lugar al pasaje del “patrón” al “empleador”. La modernización de las
relaciones laborales, tan pregonada por el empresariado local parece que no llega
a todos los puntos del territorio y por ello muy probablemente su ausencia
exacerbe la tensión existente por la disputa sobre el empleo del tiempo.
El
invento de lo ya sabido
Mirado desde la óptica de los
derechos, el acoso en el trabajo – y ni
qué decir la violencia – no solamente constituyen conductas impropias en
el plano de la democracia y las libertades de los ciudadanos, sino que, recluida al campo de la relación individual de
trabajo, refuerza notablemente el poder económico y social del empleador hasta hacerlo potencialmente arbitrario.
Por ello la próxima Conferencia
Internacional del Trabajo, en junio de 2018, abordará precisamente el tema del
acoso y la violencia en el trabajo con miras a adoptar una norma internacional
que trate esa temática, de modo que pueda
contarse con instrumentos de política social que protejan al dependiente de
cualquier desborde del empleador o sus representantes.
El ejercicio arbitrario del
poder en un contexto de soledad y silencio más el peso de una tradición alojada hasta en el
seno mismo de partidos liberales en lo político pero que revelan posiciones
conservadoras en lo social, pueden posibilitar la subsistencia de prácticas que
afecten la libertad. En el caso, la imposición de una obligación de mantenerse
en la labor más allá de los términos definidos en las normas que limitan la
duración del tiempo de trabajo.
Esa eventual obligación de
permanecer trabajando por fuera de la duración del trabajo se aproxima al
trabajo forzoso en opinión de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
En concreto, el organismo tiene
definido el trabajo forzoso desde 1930, en oportunidad de adoptar el Convenio
núm. 29, que en 1998 incluyó como parte de los principios y derechos
fundamentales de los trabajadores, exigibles a todos los países con independencia
de si hubieran ratificado esa norma a nivel interno. La expresión “trabajo
forzoso u obligatorio”, según este instrumento,
designa “todo trabajo o servicio exigido a un individuo bajo la amenaza
de una pena cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece
voluntariamente”.
La pena mencionada puede revestir
no solo la forma de una sanción penal, que es la más evidente y brutal, sino
que también refiere a la privación de cualquier derecho o ventaja, dice un
informe del organismo de hace unos años. “Esto puede ocurrir” dice la OIT, “cuando
las personas que se niegan a llevar a cabo un trabajo voluntario se exponen a
perder determinados derechos, ventajas o privilegios”. Sucede que el trabajo
forzoso no se reduce únicamente a situaciones de esclavitud o similares, sino
que, para sorpresa de muchos, según la OIT la obligación de realizar horas
extraordinarias bajo la amenaza de una pena es considerada también como una
modalidad de trabajo forzoso.
La Comisión de Expertos en
la Aplicación de Convenios y Recomendaciones de ese organismo ha entendido que el trabajo fuera
de la jornada ordinaria puede imponerse mediante el temor al despido u otra
penalidad. Cuenta George Orwell en “Rebelión en la Granja” que los animales que
gobernaban hacían que el trabajo del resto fuera “estrictamente voluntario,
pero el animal que no concurriera vería reducida su ración a la mitad”,
adquiriendo así el carácter de forzoso por una vía indirecta.
Por eso la Comisión ha dicho
también que “si bien el trabajador tendría, hipotéticamente, la posibilidad de
liberarse de la imposición de trabajar más allá de la jornada ordinaria de
trabajo, la vulnerabilidad de su situación hace que prácticamente no tiene una
real opción, obligado por la necesidad de alcanzar al menos el salario mínimo y
de conservar su empleo, o por ambas razones”.
Si el origen de muchos conflictos individuales de trabajo - como los
denunciados - se circunscribe a la disputa sobre el tiempo en términos binarios “trabajo/no trabajo”; y si además, el debate
sobre el trabajo del futuro está plagado de ejemplos en que por obra de la
utilización de tecnologías de la comunicación se extienden las fronteras del
trabajo hasta contaminar el tiempo libre y el regreso a casa, estamos ante un
problema que no se agota en la defensa de un “derecho” tal cual está regulado.
Si en medio rural y en el sector más tecnologizado habita una igual problemática acerca del empleo del tiempo, lo
que está en jaque en ambos casos no es solo una forma de reconocimiento del
derecho a la limitación de la jornada de trabajo (que puede admitir variantes),
sino, fundamentalmente, la defensa de la libertad y la autonomía de las
personas que laboran de manera dependiente bajo cualquier modalidad.
La perspectiva de la
libertad debería ser más plenamente incorporada al discurso sobre las relaciones
laborales, ya que no conviene que sea pacífica y gratuitamente entregada y
confiada a los enfoques neoliberales, como si fueran los únicos posibles. La
libertad en el trabajo es cosa distinta que la supresión de restricciones al mercado
que pretenden los neoliberales o es mucho más compleja que el mero amparo del
no huelguista en caso de ocupación. Pero parecería que esos fueran los únicos
espacios donde es admisible hablar de libertad en el trabajo, renunciando al
resto de sus dimensiones.
Dicho así, todo resulta
bastante obvio, y puede ocurrir que como decía Gabriel Celaya, nos digan que “lo ya sabido vuelve a ser un
invento”. Pero a veces es necesario y no está demás hacerlo.
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