domingo, 29 de septiembre de 2013

Protágoras (de abogados)

Por Adrián Paenza
El siguiente problema de lógica es realmente fascinante. Involucra (de acuerdo con la literatura) a Protágoras, un filósofo nacido en la Antigua Grecia. Contemporáneo de Platón, se lo considera el primer “relativista” o quien fuera el primero en proponer el punto de vista filosófico conocido hoy como “relativismo”.
En realidad, lo que se conoce de su obra es lo que han dicho o escrito otros sobre él, especialmente Aristóteles y Platón. Sus trabajos más importantes, “La Verdad” y “Sobre los Dioses”, no resistieron el paso del tiempo y, por lo tanto, sólo se pudieron rescatar pequeños fragmentos. Platón lo definió como un sofista, alguien que se autoproclamaba maestro y viajaba por toda Grecia ofreciéndose para enseñar a jóvenes estudiantes algunas artes como “retórica” y “cómo hablar en público”. Por supuesto, me declaro totalmente incompetente para sostener cualquier afirmación que figura más arriba. Sólo he resumido lo que leí en una porción muy menor de la literatura.
Sin embargo, el problema que quiero proponer lo tiene a Protágoras como protagonista y justamente en su papel de maestro itinerante. Más aún: la historia tiene que ver con una supuesta paradoja (1).
Le pido entonces que me acompañe a reflexionar sobre cómo resolvería usted una situación conflictiva. La historia es así: Protágoras tenía un estudiante a quien consideraba una suerte de protegido. A él le enseñaba todo lo que tuviera que ver con el derecho, las leyes y la forma de arbitrar justicia.
El inconveniente se presentaba porque este estudiante no tenía los medios para poder pagarle a Protágoras la instrucción que le daba. En épocas de la Antigua Grecia, la instrucción no se administraba en forma colectiva como hacemos hoy, en colegios y/o escuelas, sino que se realizaba en forma particular, individual o en muy pequeños grupos.
El afecto que le inspiraba el joven lo llevó a Protágoras a ofrecerle una solución al problema del pago. Le propuso que él le pagaría el día que ganara su primer juicio. El trato parecía razonable: el estudiante recibiría la mejor instrucción y todo lo que tenía que hacer era aguardar hasta completarla, conseguir su primer cliente, ganar el juicio pertinente y entonces sí, pagarle a Protágoras el tiempo y el trabajo que habían hecho juntos.
El acuerdo no tardó en llegar, pero el problema se manifestó más adelante. Si bien el joven ya estaba en condiciones de representar a algún cliente, no lograba encontrar que nadie lo tomara como su “abogado”. Como el tiempo pasaba y la situación perduraba, Protágoras comenzó a irritarse y sostenía que el joven no tenía una actitud lo suficientemente agresiva para tratar de conseguir que alguien lo contratara.
Cuando ya no existía el afecto que los había llevado a funcionar como profesor/alumno, Protágoras se hartó de la situación y tomó una decisión impensada en un comienzo: decidió hacerle juicio al alumno por falta de pago.
Y acá es donde se generó la paradoja de la que hablaba al principio. De hecho, le sugiero que revise el texto y se tropezará con una suerte de “callejón sin salida” (2). No se prive de la oportunidad de encontrar el problema que se presenta no bien Protágoras le hace juicio a su estudiante.
Fíjese lo que podría pasar. Pongámonos en la situación de ambos, o el punto de vista de cada uno.
De acuerdo con la visión de Protágoras, si él ganara el juicio, entonces el alumno tendría que pagarle todo lo que le debía.
Por otro lado, si Protágoras perdiera el juicio, entonces su ex alumno habría ganado su primer pleito y por lo tanto tendría que pagarle igual.
Es decir, desde el punto de vista de Protágoras, cualquiera de las dos posibilidades le son favorables: gane o pierda el juicio, el alumno tendrá que pagarle.
Ahora, miremos lo que piensa el alumno. Si él ganara el juicio, entonces no tendría que pagarle nada a Protágoras, porque el pleito que le inició su ex maestro era porque él no le pagaba. Luego, si el estudiante ganara el juicio, quedaría demostrado que él (el estudiante) no le debe nada.
Por otro lado, si el estudiante perdiera el juicio con Protágoras, entonces tampoco tendría que pagarle, porque el acuerdo original con él era que le pagaría el día que hubiera ganado su primer juicio... y éste lo habría perdido.
- Moraleja: Protágoras cree que pase lo que pase con el juicio, el alumno tendrá que pagarle. Por el otro lado, el alumno sostiene que pase lo que pase con el juicio, él no tendrá que pagar nada.
Es obvio que no pueden estar bien las dos posiciones, porque el juicio tendrá algún resultado y, en función de quién sea el ganador, el estudiante deberá pagar o no.
¿Cómo resolver esta situación? En todo caso, ¿tendrá solución el problema? ¿Quiere pensarlo en soledad?
- Solución: En realidad, no tengo una solución que deje satisfecha la curiosidad. ¿Por qué? Es que es imposible realizar un análisis racional. En un momento ambos actúan como si el acuerdo que habían pactado estuviera vigente: el alumno solamente pagará cuando gane el primer juicio. Pero, por otro lado, de acuerdo con la conveniencia de cada uno, pareciera como que las dos partes aceptan que un tribunal pueda invalidar el acuerdo. Es decir, si el tribunal o el juez falla que el alumno tiene que pagar, entonces no es posible recurrir a algo que no está en juego en el juicio (el acuerdo que ambos pactaron) para entonces no pagar. Pero al mismo tiempo, si Protágoras perdiera el juicio, entonces no puede apelar a ese mismo acuerdo para que el joven tenga que pagarle.
La moraleja de esta “paradoja” es que es imposible ponerse las dos camisetas al mismo tiempo... o lo que es lo mismo, jugar para los dos equipos simultáneamente. ¿Le suena familiar?

Notas:
(1) ¿Qué es una paradoja? Estoy seguro de que hay muchísimas respuestas a esta pregunta y, por eso, voy a transcribir solamente una de ellas, la de la Enciclopedia Británica: “Un argumento en apariencia autocontradictorio, cuyo significado se revela a través de un análisis cuidadoso. El propósito de una paradoja es llamar la atención y provocar un pensamiento ‘fresco’ (o nuevo)”. Aunque parezca un ejercicio intelectual estéril, el estudio y análisis de una paradoja suele proveer una ayuda inestimable para mejorar el pensamiento crítico, especialmente en el mundo de la ciencia.
(2) Nunca entendí bien esta frase, porque si uno entra en un “callejón sin salida”, ¿por qué no sale por la entrada?, pero ésa es otra historia.
 Publicado en Página 12

viernes, 6 de septiembre de 2013

Noventa años de Héctor-Hugo Barbagelata: La Celebración de la Inteligencia

En estos días de setiembre, el profesor emérito Héctor Hugo Barbagelata cumple noventa años, y el acontecimiento lo encuentra con el talento y la sagacidad intactas, o mejor, más afinadas y decantadas por la posibilidad casi omnipresente de los años y una memoria y agudeza prodigiosas.

Su capacidad evocativa y gusto por el detalle permiten a un privilegiado interlocutor escuchar y asistir a través de su relato a episodios históricos variopintos, como el encuentro de las poetisas Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral, celebrado en 1938 por iniciativa del Ministerio de Instrucción Pública, o sus conversaciones mantenidas con Quijano en el exilio mexicano; los avatares de sus colaboraciones con Acción y Marcha y las puestas en escena del teatro universitario, del que fue uno de sus principales animadores. Pionero en el asesoramiento de sindicatos en el Uruguay, trabó temprana amistad con Pepe D’ Elia, extendida a los años oscuros con intercambios fugaces y hasta pintorescos pese al riesgo siempre latente; pero es pionero también en la Subsecretaría del recién creado Ministerio de Trabajo en 1967 y si de cargos públicos hablamos, hay que recordar su dirección del Sodre en el gobierno democrático de 1985. Más cercanamente, es el impulsor de una institución que lleva el nombre de su esposa, donde ha encontrado un espacio para una labor de edición de unas publicaciones denominadas “Cuadernillos” de la Fundación Electra. Conversar con Barbagelata es hacer presente al Uruguay igualitarista y republicano, orgulloso de la enseñanza pública y el tenaz defensor de la libertad y la democracia en tiempos difíciles.

Pero Barbagelata es, sobre todo, profesor de Derecho del Trabajo, disciplina a la que ha dedicado lo mejor de sus virtudes y en la que se ha destacado como un doctrino de fuste. La sutileza de su elaboración doctrinaria se sostiene en sólidos conocimientos basados en la amplitud de una cultura que amplía las fronteras de lo jurídico para trabajar en los márgenes de la sociología, la economía y las ideas políticas, para hacer de esa argamasa el presupuesto del estudio del derecho del trabajo. En ese campo, es autor de una obra de culto, generadora de una corriente que explica el particularismo del derecho del trabajo mediante la diferente posición de las personas en el escenario de las relaciones laborales, ya sea como patrones o como trabajadores dependientes.

Ese dato social, que marca una situación de poder de un sujeto respecto de otro, hace insuficiente y hasta ilusoria la consigna de la igualdad formal del estilo “todos somos iguales ante la ley”, por lo cual el derecho del trabajo debe introducir mecanismos compensatorios de esa desigualdad entre trabajadores y patronos a través de una protección especial al sujeto que trabaja en relación de dependencia.

A esta igualdad material que el derecho del trabajo persigue, Barbagelata agrega, como elemento distintivo del vínculo laboral, su naturaleza eminentemente conflictiva en lo individual y en lo colectivo. Pero el conflicto no es para el autor un síndrome patológico que deba ser suprimido, sino por el contrario una energía que desata procesos y dinámicas propias de una sociedad democrática y pluralista.

Si hubiera que encontrar una síntesis de su personalidad, diríase que radica en el rigor en el trabajo, la inteligencia puesta a su servicio y la fidelidad a unos principios inalterados. Sándor Márai, en su novela “El último encuentro”, afirma que a las preguntas que el mundo le ha hecho a uno más de una vez, como ¿Quién eres? ¿Qué has querido de verdad? ¿A qué has sido fiel o infiel? o ¿Con qué y con quién te has comportado con valentía o cobardía?, a esas preguntas, dice, “uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo; eso no importa. Lo que sí importa es que uno al final responde con su vida entera”.

Es el caso de Barbagelata.

Hugo Barretto Ghione - Profesor agregado (grado IV) en Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social - Facultad de Derecho - Universidad de la República

Historia de un tòpico cinematográfico: la salida de obreros de una fábrica

La salida de obreros de una fábrica constituye un tópico cinematográfico, o sea, un recurso frecuentemente utilizado para simbolizar el trabajo industrial. Su origen está en unos célebres 45 segundos en que los hermanos Lumiere tomaron a la salida de la fábrica familiar en 1895.

Harun Farocki, un realizador contemporáneo alemán ha creado un sugestivo collage cinematográfico con ese tema, y en lo que sigue hemos seleccionado algunos comentarios de esa obra y finalmente un relato acerca de la filmación origina de esos verdaderos pioneros del cine que han sido los Lumiere.

“Trabajadores saliendo de la fábrica, es el título del primer filme  mostrado al mundo por Harun Farocki. La referencia del titulo es a los  45 segundos, de la secuencia que  muestra a los trabajadores de la empresa de productos fotográficos en Lyon, propiedad de los hermanos Louis y Albert Lumière, apurados, muy juntos, fuera de la sombra de las puertas de la fábrica y de cara al sol de la tarde.

Sólo aquí, frente a la salida de las fábricas, son los trabajadores un grupo social. Pero de puertas hacia afuera ¿a dónde van? ¿A una reunión? ¿A las barricadas? ¿O simplemente a casa?

Estas preguntas han preocupado a generaciones de realizadores documentales.
El espacio antes de las puertas de salida de las fábricas, siempre ha sido escena
de conflictos sociales. Además de que se ha convertido en un ícono de gran fuerza
narrativa dentro del séptimo arte.

En este ensayo documental, del mismo título, Harun Farocki explora esta escena de manera directa, a través de la historia del cine. El resultado de semejante esfuerzo es un fascinante análisis cinematográfico hecho con el mismo medio cinematográfico, muy en la línea de películas como Tiempo Modernos de Chaplin, Metrópolis de Fritz Lang y Accatonel de Pier Paolo Pasolini. El filme de Farocki muestra que la secuencia de los hermanos Lumière todavía trae consigo el gérmen de un desarrollo social previsible: la eventual desaparición de esta forma de trabajo industrial”

(Klaus Gronemborn, Hildesheimer, Allgemeine
Zeitung, Noviembre 21 de 1995).

“El primer filme nunca antes proyectado se titula Los trabajadores saliendo de la fábrica. Chaplin interpretó a un trabajador, y Marilyn Monroe una vez salió de la puerta de una empresa de pescados, pero los trabajadores de filmes no se han convertido en género principal en la historia del cine.

El espacio en frente de la puerta, de las fábricas, está lejos de ser una locación referida. Muchos de los filmes empiezan cuando el trabajo ha terminado. He recolectado imágenes de diferentes ciudades y de muchas décadas, expresando la idea “saliendo de la fábrica”, como si el tiempo hubiera venido a recolectar estas secuencias cinematográficas, de la misma manera en que estas palabras son llevadas juntas a un diccionario”. (Harun Farocki)

La realización original: La sortie des usines Lumière à Lyon

 Los hermanos Auguste y Louis Lumière nacieron en Besançon el 19 de octubre de 1862 y el 5 de octubre de 1864, respectivamente, en el seno de una familia de pequeños industriales. En 1870  la familia se trasladó a Lyon, donde su padre abrió un estudio fotográfico, ambos trabajaron con él. El interés de los hermanos Lumière por las «fotografías animadas» se despertó cuando, a principios de 1894, su padre les trajo de París el kinetoscopio de Edison, incómodo aparato en el que era necesario aplicar el ojo a un visor para poder contemplar una película. Ambos hermanos pensaron de inmediato en los enormes beneficios que supondría un aparato capaz de proyectar aquellas imágenes sobre una pantalla.
A finales de 1894, Louis descubrió la solución  y el cinematógrafo  fue patentado el 13 de febrero de 1895,  con el que rodó La salida de los obreros de la fábrica, la primera película de la historia del cine.           

La salida de los obreros de la fábrica se proyectó por primera vez el 22 de marzo de 1895 en París en una sesión de la Société d'Encouragement à l'Industrie Nacional, la cual fue rodada tres días antes.

 El film consiste en un sólo plano fijo y se muestra como salen los hombres y mujeres que trabajaban en la fábrica Lumière tras concluir su jornada laboral. Aunque la cámara permanece estática, el film tiene mucho movimiento interno, ya que los obreros están saliendo constantemente y cada uno va para un lugar diferente, se cruzan entre sí, algunos se tropiezan, otros están a punto de caer,  hay un perro que los persigue, salen carruajes, bicicletas... Parece que cada uno tiene marcado el recorrido que tiene que hacer, como si fueran actores y actrices siguiendo un papel.

Hay quien piensa y no le pagan

Cuando todos los demás abandonan es cuando el filósofo empieza a trabajar

Hace ya algunos años, cuando todavía iba al colegio, plantearon en la clase de mi hija la consabida pregunta acerca de a qué se dedicaban los respectivos padres. Cuando le llegó su turno, ella contestó que su padre era filósofo. Su compañero de pupitre, algo sorprendido por el exotismo de la respuesta, le reclamó mayor concreción: “¿Y qué hace tu padre?”, a lo que mi hija respondió: “Mi padre piensa”. Respuesta ante la cual el niño en cuestión reaccionó como un autómata exclamando: “¡Pues mi padre también piensa y no le pagan!”.

He recordado muchas veces esa anécdota, bien representativa de una mentalidad por desgracia demasiado frecuente. En su supuesto candor (bueno, la verdad es que la criatura era bastante repelente), aquel niño manejaba dos supuestos que le parecían obvios. El primero, que la valoración económica de cualquier actividad está en función de la oferta y la demanda, y en consecuencia algo que todo el mundo es capaz de hacer no debería merecer apenas retribución. El segundo supuesto era el de que eso que denominamos pensar hace referencia a una actividad homogénea, esto es, una actividad que no solo todo el mundo hace, sino que hace de la misma manera.

Tal vez resida aquí el quid de la cuestión, aquello que el angelito que compartía pupitre con mi hija daba absolutamente por descontado, y que resultaba todo menos obvio. Porque si otro niño de la clase hubiera contestado a la misma pregunta acerca de a qué se dedicaba su progenitor diciendo “mi padre es cantante”, probablemente a nadie en el aula se le hubiera ocurrido apostillar “pues mi padre también canta en la ducha y no le pagan”, porque de inmediato el resto de la clase se le hubiera echado encima observándole la diferencia abismal entre la calidad profesional de uno y el amateurismo del otro.

Se supone, pues, que lo que concede sentido a la actividad de los filósofos profesionales (al margen de que, además, puedan ser profesores de filosofía y, por tanto, se dediquen a transmitir la herencia recibida), lo que les concede un plus sobre el homogeneizador “todo hombre es filósofo” gramsciano, es una presunta especificidad en su forma de pensar. Destaco la palabra forma para subrayar que no se trata de que el filósofo aplique su pensamiento a un objeto propio, al margen de los objetos de otros saberes particulares, como gustaba de pensar una rancia metafísica. Como tampoco se trata de que disponga de unas herramientas propias, de un utillaje teórico-conceptual exclusivo que le permita acceder a dimensiones escondidas o secretas de aquellos objetos. Con la palabra y la razón —sus únicos instrumentos de trabajo—, el filósofo no puede pretender el acceso a estratos de lo real inalcanzables por otros discursos. El filósofo, pues, no piensa en cosas distintas a aquellas en las que piensa el común de los mortales, sino que, pensando en las mismas, lo hace de otra manera.

¿De qué manera?, se preguntará de inmediato cualquier lector. Con lo que bien pudiéramos llamar radicalidad filosófica, esto es, esforzándose por ir hasta el límite mismo de lo que estamos en condiciones de pensar. Para intentar visualizar la naturaleza de esta forma de pensar podríamos invocar en nuestra ayuda a las figuras de Michel Foucault y de Ortega. El primero señalaba en su celebrado opúsculo Nietzsche, Marx, Freud,en el que sintetizaba las líneas mayores de lo que Paul Ricoeur había llamado “la escuela de la sospecha”, que lo característico de estos tres autores era la crítica a la conciencia como punto de partida, esto es, la impugnación del convencimiento —burgués, optimista y biempensante en el fondo— de que el planteamiento cartesiano había legitimado de manera irreversible la racionalidad humana, cuando en realidad lo que a este le había sucedido, como asimismo observaron los tres, es que había sido incapaz de tematizar la metaduda (esto es, la existencia de un lugar desde el que poder criticar la propia conciencia).

Por su parte, Ortega, en su texto Ideas y creencias, planteaba la distinción, también muy citada, entre ideas y creencias No hará falta reconstruir con detalle, por sobradamente conocido, el trazado de la línea de demarcación que separa ambas nociones: mientras que las ideas son pensamientos que se nos ocurren (de ahí que en algún momento Ortega las denomine también “ocurrencias”), lo más característico de las creencias es precisamente el hecho de que no desembocamos en ellas a través de actos específicos de pensamiento que, por el contrario, se hallan ya en nosotros, constituyendo el entramado básico de nuestras vidas. Dicho con la proverbial rotundidad orteguiana: las ideas se tienen; en las creencias se está.

Pues bien, es precisamente en la intersección de ambas aportaciones donde debemos ubicar la especificidad de la tarea filosófica. El contenido de ese pensar al que se aplica el filósofo consiste en la permanente sospecha de lo que damos por descontado, de aquello que ni ponemos en cuestión porque apenas lo alcanzamos a percibir, esto es, a visualizar como idea porque se ha mimetizado con lo real al mutar a creencia y, por tanto, nos resulta imposible de someter a crítica. No en otra cosa consiste la radicalidad filosófica a la que antes se aludió, el llegar hasta el límite de lo que estamos en condiciones de pensar al que se hizo referencia. Que no es, por tanto, ninguna reivindicación de lo inefable o ningún reconocimiento, derrotado, de nuestras limitaciones. Las hay, qué duda cabe, pero, evocando a Wittgenstein, están para ser forzadas, ampliadas, ensanchadas.

Por formularlo de una manera algo rotunda, el filósofo inicia su andadura cuando el resto abandona, cosa que casi siempre suele hacer con un argumento del tipo “hasta aquí podíamos llegar”. Pues bien, es cuando los demás se retiran, creyéndose cargados de razón (siendo así que solo acarrean tópicos en la mochila) y dejando como frase de despedida un tan solemne como pretencioso “apaga y vámonos”, cuando el filósofo enciende su modesto candil y se pone a pensar sobre aquello que el resto querría condenar a la oscuridad de lo impensable.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Autor del libro Filósofo de guardia (RBA).

martes, 6 de agosto de 2013

100 años de Vinicius de Moraes: una poesía

 SONETO DE  FIDELIDAD

De todo, a mi amor estaré atento
antes, y con tal celo, y siempre, y tanto
que aún enfrentado al mayor encanto
de él se encante más mi pensamiento.

Quiero vivirlo en cada vano momento
y en su honor he de esparcir mi canto
y reír mi risa y derramar mi llanto
a su pesar o su contentamiento.

Y así, cuando más tarde me procure
quién sabe la muerte, angustia de quien vive
quién sabe la soledad, fin de quien ama

Yo me pueda decir del amor (que tuve):
que no sea inmortal, puesto que es llama
pero que sea infinito mientras dure.

Cuando Detroit era una ciudad industrial: los murales que Diego Rivera pintó para Ford

 Diego Rivera es  quizá el paradigma del artista de una estética decididamente política e ideológica, unido indisociablemente con Frida Khalo, con quien mantuvo una relación inestable y atormentada. Su obra más conocida es la materializada en murales, en los que enaltece el trabajo manual, fabril, resaltando la fuerza del proletariado y su potencialidad transformadora.

No obstante, en un dejo contradictorio, una de sus obras más célebres la efectuó por encargo de Edsel Ford hijo de Henry, titular de la planta Ford, uno de los íconos del capitalismo.  Inclinado a apoyar ciertas manifestaciones artísticas, el magnate adhirió a la tendencia de algunos de los más poderosos empresarios a apoyar y financiar iniciativas como museos, colecciones, bibliotecas, becas. Su colección de arte privada  fue donada a su muerte al  Detroit Institute of Arts, y se dice que su apego por el arte se tradujo en algunos sesgos de la producción industrial de automóviles durante su mandato: así, en tanto Henry Ford se caracterizó por la simpleza de las líneas y el énfasis en la mecánica, su hijo Edsel incorporó criterios estéticos en el diseño de los  automóviles.

En los primeros años del decenio de 1930  Edsel  encargó a Diego Rivera, que era célebre por los murales pintados en el Ministerio de Educación de México, la realización de una serie de decorados en el patio interior del museo del Detroit Institute of Art que tuviera como tema la producción fabril y la relación entre el hombre y la máquina en épocas del Taylor fordismo, que tan ácidamente criticó en clave satírica Charles Chaplin unos años después en “Tiempos Modernos” un filme tozudamente mudo en la época sonora. Los murales de Rivera en Detroit retratan la índole del trabajo manual, el proceso y organización del trabajo, la estrecha supervisión de los mandos medios, el esfuerzo y la potencia que el proletariado desplegaba en el ambiente laboral en el ensamble de motores, carrocerías, etc en el escenario de la cadena de montaje, donde asoma el color rojo de los hornos y las soldaduras. No se soslaya la referencia a la tierra como origen en una de las paredes laterales.

Los mecenas que posibilitaron el trabajo de artistas como Rivera hoy son sombras envueltas en un pasado añorado en la empobrecida Detroit de la era post industrial. Es sabido que la crisis de la ciudad ha provocado que el nivel poblacional se retrotrajera al existente en los años 50. Atrás quedaron los debates sobre la colaboración de Rivera con el magnate capitalista, o el lenguaje contestatario que pese a ese compromiso dejan  ver en los murales, como una voz potente en el centro mismo de la producción capitalista; queda solo el testimonio de una obra inconfudible y definitiva, que dice mucho todavía acerca de la relación del arte con el poder y acerca de la frontera a veces imprecisa entre lo popular, lo estético, lo comercial y el compromiso político.

60 años de "La Sal de la Tierra" (editorial de La Republica)

En tren de descifrar los aniversarios que el 2013 convoca, parece oportuno recordar los sesenta años de la filmación de “La sal de la Tierra”, iniciada en enero de 1953, y que rápidamente fuera denunciada como una iniciativa de los “rojos” sobre el tema “racial”. La película, sin embargo, sorteando todo tipo de obstáculos pasó a la historia como un notable ejemplo de cine social americano. El interés de evocar el filme radica no solo por su valor artístico, sino por las especiales circunstancias que rodearon su realización y por el destino de sus hacedores, sometidos a la inquisitoria del macartismo. Luego de sufrir todo tipo de interferencias, se estrenó en un cine de barrio de Nueva York en marzo de 1954 y posteriormente fue prohibida su exhibición en Estados Unidos.
Película “maldita” del cine americano, recrea un hecho histórico, una huelga minera en Nuevo México, ocurrida entre 1951 y 1952 cuyo desencadenante fue el reclamo por mejores condiciones de trabajo. No quedó al margen del tratamiento fílmico la discriminación salarial de que eran objeto los trabajadores mexicanos respecto de los americanos (lo que motivó que se la acusara de promover el “odio racial”) y la discriminación de género, pese a que son las mujeres las que finalmente salvan el piquete cuando se prohíbe a los trabajadores huelguistas su continuación.
La película es un verdadero recorrido por el proceso que lleva a declarar la huelga y a mantenerla pese a los avatares de la rigurosidad del patrón, la violencia “institucional” de la autoridad y las presiones económicas para desactivar la medida sindical.
El rodaje no fue sencillo. Alertados los mecanismos de poder de la industria del cine, operaron rápidamente: una campaña de descrédito prohijada por la prensa y unas coacciones asfixiantes provenientes del sindicato de actores y del FBI, la CIA y el Comité de Actividades Antiamericanas obstaculizaron el progreso fílmico y condujeron a que desistieran del proyecto técnicos y actores, contando solamente con el apoyo de vecinos y los propios mineros protagonistas reales del relato, en una síntesis de realidad y ficción pocas veces vista en el cine.
El hostigamiento fue consecuencia del contexto político de la guerra fría, marcado fuertemente en EEUU por la llamada “caza de brujas” liderada por el senado Joseph McCarthy y ejecutada por el Comité de Actividades Antiamericanas. El sistema impuesto comportó la persecución ideológica de militantes comunistas primero, y luego de meros e insospechados simpatizantes del New Deal de Roosevelt. Entre las más connotadas víctimas se encontraron un grupo de intelectuales y artistas denominados los “Diez de Hollywood”, entre los que figuraba justamente Herbert J. Biberman (1900 – 1971), director de “La sal de la Tierra”, que había sufrido la cárcel a fines de los años cuarenta. Fue inútil ensayar una defensa fundada en la Primera Enmienda de la Constitución americana, que proclama la libertad de expresión: el fanatismo pudo más. El director no tomó el camino de otro notable de Hollywood, Elia Kazan, que terminó siendo un indigno delator para hacerse perdonar por su pasado sospechoso y volver a la vida laboral y cívica.
La épica de la filmación corre paralela a la épica de lo representado. La proscripción recayó sobre muchos de los colaboradores de “La sal de la Tierra”, algunos de los cuales ya figuraban en las listas negras. Los actores profesionales no fueron muchos, y la representación estuvo a cargo mayormente de los propios trabajadores de la mina, lo que le dio al filme un aire semi-documental y lo emparentó al neorrealismo italiano. El papel protagónico hubo de asumirlo un auténtico líder sindical, Juan Chacón (Ramón Quintero en la ficción), y también tomó parte Clinton Jenks, uno de los inspiradores del filme, un notorio activista del sindicato minero. La actriz mexicana Rosaura Revueltas (co protagonista como mujer del dirigente sindical y relatora del filme) fue expulsada de EEUU durante el rodaje, acusada de inmigración ilegal. Hubo de acudirse a un doblaje y se cuenta que desde México puso su voz en sesiones clandestinas. El compositor Sol Kaplan logró reunir una orquesta y ejecutar la música, pero a condición de que no se supiera para qué película se trabajaba; el asistente de dirección no aparece en los créditos y Michael Wilson, el guionista, seguiría trabajando pero ocultando su identidad, pese a haber obtenido un Oscar en 1951 por “Ambiciones que matan”. Los laboratorios se negaron a procesar la película y el productor Paul Jarrico etiquetó las latas de celuloide con otros títulos y consiguió procesarlas en distintos sitios.
Peor le fue a Biberman, el director, que piloteó la filmación en condiciones de precariedad y riesgo y no pudo volver a la actividad hasta fines de la década del sesenta.
Richard Nixon era miembro del Comité de Actividades Antiamericanas, y la Alianza Cinematográfica por la Preservación de los Ideales Americanos estaba integrada, entre otros, por los vaqueros Ronald Reagan y John Wayne. Walt Disney y Gary Cooper defendieron el régimen represor con fervor patriótico. Dios los cría.