Lo habitual es hablar de “música de películas”, o sea, de la banda sonora de los filmes, un elemento que de inmediato nos trasporta a ciertas secuencias de Stone, Visconti, Cóppola, que han empleado a Wagner, Malher y los Doors para ambientar secuencias de guerra, de amor o de soledad, o hablamos de aquella música compuesta enteramente para cine, como las que Morricone hizo para los filmes de Sergio Leone. En fin, las referencias podrían ser muy diversas.
Lo menos frecuente o lo francamente original es hablar de música de libros o de novelas. Sin embargo, hay libros muy musicales: no por el estilo de la narrativa del escritor, sino porque la música misma es el (o uno de los) tema(s) de la novela.
En “Las Arañas de Marte” (el título mismo evoca la banda que acompañó a Bowie en uno de sus discos) de Gustavo Espinosa (Montevideo, ed. Hum, 2010), hay una muy rica evocación de la música popular de los primeros años setenta, ubicación temporal de la acción que desarrolla la novela. El protagonista, militante tímido de izquierda junto a otros jóvenes que articulaban una “resistencia” mas o menos sorda a la dictadura militar, circula por diversos ambientes en su comarca del lejano departamento de Treinta y Tres, en el noreste del Uruguay. Hay tres compartimentos a los que Segovia frecuenta: el cerrado y autorreferencial de su amigo minusválido, cultor del rock “progresivo” y de la literatura de ciencia ficción conocida a través de la mítica editorial Minotauro; el de la militancia política, que lo vincula al canto “de protesta” y la “literatura comprometida” del boom latinoamericano (Cortázar, García Márquez, y los grupos Jarcha, los músicos Viglietti y Numa Moraes, etc) y, finalmente, el de la cultura popular de los escenarios barriales, al que el protagonista se termina relacionando concursando en el certamen bizarro “Treinta y Tres busca su voz” y donde conoce a un par de personajes entrañables, como una prostituta de nombre inverosímil, Viali Amor, y el poeta Román Ríos, autor de unas décimas marginales que el protagonista rescata del desbarajuste final a través del cuaderno de anotaciones que el bardo le había confiado para su guarda como testimonio de su poética.
Resulta inevitable subrayar el tratamiento discursivo de la novela: Segovia, convertido en investigador exiliado en Suecia, desde el tiempo presente (el del lector de la novela) documenta ese pasado multiforme con el fin que sirva de material para la novela que deberá escribir su amigo, confinado en una silla de ruedas, pero hoy un escritor de éxito radicado en Buenos Aires: en tanto durante los duros años setenta permaneció al margen de los acontecimientos y las vicisitudes del tránsito de Segovia por los diversos ámbitos, hoy accederá a esa realidad a través del relato de Segovia. A su vez, prepara un prólogo de tono academicista para presentar la obra ínédita de Román Ríos, perdido en los avatares de la represión que se ejerció sobre el grupo juvenil y que arrastró al resto de los personajes de la novela, en una peripecia compartida por los militantes y por los inocentes representantes de la “lírica popular”. La dictadura no conoció estratificación alguna.
Relato dentro del relato, ficción de ficciones, la novela se convierte en un laberinto evocativo de diversos niveles de la realidad y de la cultura de los setenta: el extrañamiento alienado del minusválido, que no puede transitar (literalmente)/el de los jóvenes militantes/ el del tablado barrial, todos espacios incomunicados salvo por la actitud “camaleónica” (aquí el vínculo con Bowie) de Segovia, que es capaz de discurrir por todos los lugares. Así, explicita su punto de vista. “una novia argentina que tuve en los ochenta, aficionada a Woody Allen y por ende a los más barato de la Vulgata freudiana, me apodó “Zelig”. Por mostrarme interesante y misterioso ante ella, yo replicaba que (más que camaleón descaracterizado) ero un cosmonauta en permanente gira por mundos que se desconocían y extrañaban entre sí, cuya única intersección era yo mismo. Por momentos terminé creyéndome aquella fabulación o jactancia, exhibiéndome ante gringos y exiliados – en campus, pubs y festivales de la resistencia – como una criatura singular y anfibia que solo podía haber emergido en la excentricidad de los márgenes, en una intrincada frontera donde se tocaban chisporroteando algunos universos de sentido radicalmente heterogéneos”.
La que sigue es una variopinta lista, incompleta, de los artistas y temas que son referidos en la novela, como si se tratara de una edición discográfica del sonido de la novela:
Ziggy Stardust – David Bowie
Macondo – Los Wawancó
Balada de Sacco y Vanzetti – Joan Baez, Ennio Morricone
La Bohemia – Leonardo Favio*
Un Día de Paseo – Industria Nacional*
Nosotros – Los Panchos
Si se Calla el Cantor – Horacio Guaraní
Sabor a Almendra – Los del Suquía (tema ganador del certamen “Treinta y Tres busca su voz”
Quema Esas Cartas - D Arienzo (autor: J.P. López)
Sansón y Dalila (¿)
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