Una vez aprobada la ley de
urgente consideración, resta interpretarla. Disponemos de un texto que transitó
un breve trayecto parlamentario y ahora es el tiempo del lector. Empieza una instancia
enteramente distinta, que hará cobrar vida al art. 392 que reglamenta la
huelga, dispositivo que deberá probar su ductilidad para reglar un espacio tan
complejo y versátil como es el conflicto social emergente de las relaciones de
trabajo.
Contra esta moderna manera de
concebir cómo funciona el mecanismo cultural de la interpretación y aplicación
de las normas, subsiste una vieja y arraigada (y agregaría, reaccionaria) idea
de que es el legislador quien presta el sentido único y definitivo a las leyes.
En esta línea de pensamiento, para atribuir un sentido a un texto jurídico
debería acudirse a la intención que tuvo presente el parlamentario que votó la
iniciativa, quien operaria como un demiurgo que fijaría de una vez y para
siempre los términos de cómo deben entenderse las normas y cuáles son las
finalidades que se persiguen en cada acto legislativo.
El problema está en que aún
dentro de ese formalismo obsoleto, de esta abstracción insondable, la eventual
“voluntad” del legislador sería igualmente materia misma de interpretación: no
hay otro modo de escapar a ese círculo.
Lo cierto es que nada queda
fuera del dominio del lector, que es soberano frente al texto de una ley. Aunque
no totalmente, según veremos, y aquí radica lo más relevante desde nuestro
punto de vista.
Es el intérprete quien
completa la tarea inacabada del legislador, como ocurre con una novela o con un
filme: quien da vida a los signos inertes es quien lee o quien mira. Las obras
producto de la cultura - y el derecho es parte de ese universo – pervive porque
hay lectores que actualizan contextualmente construcciones erigidas en otras
circunstancias históricas. En eso reside la potencia y la pertinencia que
encierran las normas jurídicas, que son capaces de regular conductas humanas a
través de marcos referenciales que no contemplan todas las situaciones que
pueden producirse en la vida social.
Además de esa característica
de ser leídas e interpretadas en contextos distintos de su aprobación, con la
variabilidad de modos de lectura que eso supone, es decisivo incorporar otro
elemento: la LUC, como cualquier otra norma, se inserta en un mundo jurídico habitado por otras normas, con las que
deberá convivir, las que tienen una mayor antigüedad y se encuentran asentadas
y son secularmente entendidas y aplicadas por los operadores del sistema
(jueces, inspectores, juristas, sindicalistas, empresarios, funcionarios, etc)
Muchas de esas normas preexistentes
tienen jerarquía superior al art. 392, y por tanto, la lectura de ese dispositivo
deberá moldearse a contornos férreamente determinados por el art. 57 de la
Constitución, que ordena que cualquier reglamentación de la huelga debe
conducir a dotarla de efectividad, lo que supone una gran exigencia para el
legislador que quiera incursionar en el tema: no puede reglar la huelga
antojadizamente.
Otras normas que integran el
núcleo fundamental al cual la LUC deberá acomodar el cuerpo son el Convenio
Internacional del Trabajo N° 87, el Protocolo Adicional a la Convención
Americana de Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales de Naciones Unidas, que en su totalidad reconocen la huelga como un
derecho fundamental incondicionado.
En este terreno, el modesto
art. 392 de la LUC que prescribe – recordémoslo - que el Estado garantizará el
ejercicio pacífico de la huelga y el derecho de los no huelguistas a acceder y
trabajar y el derecho del titular del establecimiento a ingresar al mismo, no
puede ser leído de cualquier forma.
De esto se deriva
necesariamente que el intérprete tiene cierta restricción, ya que el art. 392
no podrá ser aplicado en el sentido de restar eficacia a la huelga. Se trata de
un verdadero impedimento.
Pero hay todavía alguna
consideración más sobre este novedoso art. 392, ya que termina a nuestro juicio
con una discusión sobre la ocupación como medida de ejercicio de la huelga que
nos ha ocupado los últimos años.
Contra la opinión de algunos
legisladores y funcionarios del MTSS, el texto aprobado no prohíbe las
ocupaciones; tanto, que ni siquiera las menciona. La prohibición de las
ocupaciones ha sido una obsesión de las cámaras empresariales, que presentaron
una queja ante la OIT en 2010 para que el organismo declarara la ilegitimidad
de la medida. Un objetivo imposible (alguien se lo tendría que haber avisado),
ya que es sabido que el organismo internacional concibe desde siempre a las
ocupaciones como una medida legitima de defensa del interés de los trabajadores
en cuanto se desarrollen pacíficamente y no impidan el acceso de los no
huelguistas y empresarios al establecimiento.
Como podrá observarse, las
condiciones que establece la OIT para la realización de las ocupaciones de los
locales de trabajo son idénticas a las previstas en el art. 392 de la LUC para
la huelga (de la cual la ocupación es parte). En consecuencia, no parece haber
otro camino que deducir que, si la OIT considera legítimas a las ocupaciones
dentro de ciertas condiciones, del mismo modo lo hace la ley nacional, ya que
estamos ante textos calcados.
Al no haber prohibición en el
texto aprobado como LUC, las ocupaciones de los lugares de trabajo, como
modalidad del ejercicio del derecho de huelga, se ubican en un espacio de
libertad de los sujetos de las relaciones laborales: por la intercambiabilidad
de los términos, lo que no está prohibido expresamente en el plano de los
derechos de las personas, está permitido. Es una formulación del principio de
libertad, tan caro al Poder Ejecutivo, según se encarga de recordarnos todos
los días.
Las ocupaciones, al no estar
prohibidas, son un comportamiento a priori permitido y únicamente podrán tener
alguna cortapisa si impiden el acceso a la empresa por parte de trabajadores no
huelguistas o por titulares del establecimiento.
De existir tal contradicción
de derechos (el de huelga con la libertad de trabajo y de empresa), el
dispositivo de la LUC proporciona una solución que, en sintonía con lo
dispuesto por la OIT, dispone la compatibilización de los derechos en pugna.
Esto equivale a decir que en
adelante ninguna sentencia judicial podrá determinar la desocupación de un
establecimiento, ya que la LUC impone que el decisor deba limitarse a
compatibilizar los derechos, o sea, a garantizar la huelga (en la modalidad
ocupación) y ordenar que se permita el acceso de no huelguistas y empresarios
al local de trabajo. Si un juez volviera a la práctica actual de decretar la
desocupación de un local de trabajo, rompería el equilibrio de derechos que el
art. 392 de la LUC consagra.
Naturalmente que como todo
conflicto de derechos, el de huelga vs libertad de trabajo y de empresa deberá
dirimirse ante el Poder Judicial (no sería constitucionalmente posible
interpretar que el “Estado garantizará” los derechos por la vía de la acción
policíaca inmediata), y a falta de otro mecanismo previsto en el ordenamiento
jurídico, los demandantes tendrán a disposición la acción de amparo, tal como
ha venido sucediendo en los últimos diez años.
Las perplejidades de una
redacción muy defectuosa del art. 392 de la LUC, que puede dar lugar a
interpretaciones lesivas de los derechos individuales y colectivos (como por
ejemplo, sostener que ante una ocupación deba actuar directamente la policía),
se despejan si descartamos toda acción conculcadora – y por eso
inconstitucional - de los derechos en juego.
Es un tema no de guapos sino
de ciudadanía.
* Profesor Titular de
Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la
Universidad de la República
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