domingo, 7 de mayo de 2023

La discusión poliédrica sobre tiempo de trabajo: Desregular, distribuir, reducir

 

(publicado en Semanario Brecha el 28 de abril 2023)

Hugo Barretto Ghione[1]

 

La aprobación en Chile de la ley que dispuso la reducción el tiempo de trabajo de 45 a 40 horas semanales de forma gradual fue noticia en los últimos días, aunque parece por ahora no haber incidido lo suficiente en nuestro país como para desatar un debate en serio acerca de un tema que ha sido recurrente.

La iniciativa viene siempre de sectores que bregan por la necesidad inaplazable de derogar la “ley de ocho horas” de 1915 por considerar que se trata de una norma obsoleta. Subrayan estos críticos, con cierta ironía, que la confirmación de estar ante una antigualla queda patentizada en la semántica misma del texto legal, que refiere en el art. 1° - además de “obreros y empleados” - a “mozos de casas industriales” o “carreros de playa”, como si la desaparición de esos oficios les diera la razón para sostener que ya no hay motivo para limitar el uso del tiempo vital de las personas para fines utilitaristas y productivos.

A contrario de estas visiones, el régimen de limitación de 8 y 48 o 44 horas vigente en nuestro caso no es muy distinto al existente en otros países, pero como suele ocurrir, las verdaderas diferencias radican en los detalles. La misma ley chilena establece todo un sistema de excepcionalidades y especificidades que tienen que ver, por ejemplo, con el establecimiento de promedios de horas y otros mecanismos de flexibilización, que son la contracara de la reducción horaria. Ese par distribuir/reducir el tiempo de trabajo constituye un eje promisorio para discutir una actualización equilibradora de los distintos intereses personales y productivos que anidan en la relación de trabajo.

Pero no es esa opción la que plantean los reformistas desreguladores, cuyo paradigma es la reciente ley de teletrabajo, que abolió todo límite horario diario salvo “la desconexión mínima” de 8 horas, que implica por tanto la posibilidad de trabajar las otras dieciséis según la “decisión autónoma” del trabajador dependiente.

Para el discurso reformista de tipo desregulador el cambio del sistema vigente vendría determinado por al menos dos factores: en primer lugar, aducen un paulatino desmonte de la forma industrial tradicional de organizar el trabajo, proceso que lleva ya varias décadas, sumado ahora a la irrupción del trabajo en el ámbito de las plataformas digitales; y en segundo término, postulan la existencia de un cambio cultural (más bien ideológico) nunca demostrado empíricamente, consistente en el presunto reclamo de las personas por alcanzar mayor autonomía en la ordenación de su tiempo de trabajo y de vida privada con base en decisiones individuales que deberán negociar en la relación siempre desigual con su empleador.

Sobre el primer aspecto debe indicarse que las razones vinculadas a la organización del trabajo suelen ser complejas y difícilmente trasladables de una realidad a otra, en tanto la tecnología implantada en los países no es homogénea ni se aplica en contextos culturales similares, amén de que las particularidades sectoriales (industria, servicios, comercio, agricultura, etc) juegan un papel decisivo.

Por otra parte, al interior de los procesos productivos las cosas no son tampoco lineales. Como decía Bruno Trentin, “mientras las nuevas tecnologías causan golpes mortales a los pilares del modelo fordista – como la producción en serie estandarizada y la fungibilidad de las tareas – este proceso no determina automáticamente la superación del núcleo duro del taylorismo”, o sea, mantiene incólume la “organización científica del trabajo y la estructura jerárquica centralizada de saberes y decisiones”. Coincide en parte con estudios recientes de la OIT que han subrayado, por ejemplo, que en última instancia la organización del trabajo on line no es muy distinta a la fragmentación en microtareas propia de la más tradicional industria fordista, y que la vigilancia por medios informáticos y algorítmicos agudiza el control y la disciplina.

La sociología del trabajo enseña que las actuales exigencias de calidad e innovación se apoyan más en la organización y la cultura del trabajo que en las tecnologías “duras” - y menos aún en la desregulación laboral – por lo cual los nuevos modelos productivos se asientan en una virtuosa sinergia entre funciones y tareas asignadas, aumento de la profesionalidad y polivalencia, trabajo en equipo con ordenación flexible del trabajo y reducción horaria.

El reformismo desregulador desconoce (tanto en el sentido de ignorar o de no reconocer) toda esta complejidad, y prefiere hacer “tabla rasa” con la estructura legal de protección del tiempo, el máximo valor con que todas las personas de todas las condiciones cuentan para gastar en su vida. Líber Falco empleaba justamente la metáfora de la vida como “moneda del pobre” que a “gastarla jugamos muchos años/ entre risas trabajos y canciones”.

El otro factor favorable a la desregulación, que referíamos como de tipo cultural o ideológico, consiste en la instalación de una cosmovisión que concibe a las relaciones de trabajo como simples intercambios privados entre empresarios y “prestadores de servicios”. Así por ejemplo, el trabajo en el ámbito de las plataformas digitales conduciría inevitablemente a dar forma a un tipo de emprendedor que, usando sus “medios de producción” (un motociclo y un casco) se vincula con un “intermediario” (la aplicación) que le permite acceder a un mercado de clientes demandantes ante quienes cumple unas tareas sencillas, ordenadas de manera prescriptiva, cumplidas en un tiempo asignado,  que requieren escasa calificación, que integran una cadena predeterminada y rígida, y que presentan riesgos altos en cuanto a su salud y seguridad. Todo esto parece poco moderno.

Resulta evidente el sesgo ideológico que entiende que la libertad se traduce únicamente en la ausencia de restricciones externas para el actuar individual, al modo del más crudo neoliberalismo, soslayando que, como decía Bobbio, la conquista de una la libertad concreta por parte de un individuo o de un grupo se resuelve siempre en una falta de libertad de otros, y que hay tantas formas de libertad como de poder.

Sin embargo, la alternativa genuinamente reformista y consensuada a este rupestre discurso desregulador ya está inopinadamente entre nosotros. De manera silenciosa, la distribución u ordenación del tiempo de trabajo discurre mediante la negociación colectiva en los consejos de salarios, que han resuelto en varios grupos de actividad adaptar el régimen horario a las variables condiciones y necesidades sectoriales. A nuestra cadencia, y sin aspavientos, la reforma está en marcha.



[1] Catedrático de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República

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