(publicado
en Semanario Brecha el 28 de abril 2023)
Hugo Barretto Ghione[1]
La aprobación en Chile de la
ley que dispuso la reducción el tiempo de trabajo de 45 a 40 horas semanales de
forma gradual fue noticia en los últimos días, aunque parece por ahora no haber
incidido lo suficiente en nuestro país como para desatar un debate en serio
acerca de un tema que ha sido recurrente.
La iniciativa viene siempre de
sectores que bregan por la necesidad inaplazable de derogar la “ley de ocho
horas” de 1915 por considerar que se trata de una norma obsoleta. Subrayan
estos críticos, con cierta ironía, que la confirmación de estar ante una
antigualla queda patentizada en la semántica misma del texto legal, que refiere
en el art. 1° - además de “obreros y empleados” - a “mozos de casas
industriales” o “carreros de playa”, como si la desaparición de esos oficios
les diera la razón para sostener que ya no hay motivo para limitar el uso del
tiempo vital de las personas para fines utilitaristas y productivos.
A contrario de estas visiones,
el régimen de limitación de 8 y 48 o 44 horas vigente en nuestro caso no es muy
distinto al existente en otros países, pero como suele ocurrir, las verdaderas
diferencias radican en los detalles. La misma ley chilena establece todo un
sistema de excepcionalidades y especificidades que tienen que ver, por ejemplo,
con el establecimiento de promedios de horas y otros mecanismos de
flexibilización, que son la contracara de la reducción horaria. Ese par
distribuir/reducir el tiempo de trabajo constituye un eje promisorio para
discutir una actualización equilibradora de los distintos intereses personales
y productivos que anidan en la relación de trabajo.
Pero no es esa opción la que plantean
los reformistas desreguladores, cuyo paradigma es la reciente ley de
teletrabajo, que abolió todo límite horario diario salvo “la desconexión
mínima” de 8 horas, que implica por tanto la posibilidad de trabajar las otras
dieciséis según la “decisión autónoma” del trabajador dependiente.
Para el discurso reformista de
tipo desregulador el cambio del sistema vigente vendría determinado por al
menos dos factores: en primer lugar, aducen un paulatino desmonte de la forma
industrial tradicional de organizar el trabajo, proceso que lleva ya varias
décadas, sumado ahora a la irrupción del trabajo en el ámbito de las
plataformas digitales; y en segundo término, postulan la existencia de un
cambio cultural (más bien ideológico) nunca demostrado empíricamente,
consistente en el presunto reclamo de las personas por alcanzar mayor autonomía
en la ordenación de su tiempo de trabajo y de vida privada con base en
decisiones individuales que deberán negociar en la relación siempre desigual
con su empleador.
Sobre el primer aspecto debe
indicarse que las razones vinculadas a la organización del trabajo suelen ser
complejas y difícilmente trasladables de una realidad a otra, en tanto la
tecnología implantada en los países no es homogénea ni se aplica en contextos
culturales similares, amén de que las particularidades sectoriales (industria,
servicios, comercio, agricultura, etc) juegan un papel decisivo.
Por otra parte, al interior de
los procesos productivos las cosas no son tampoco lineales. Como decía Bruno
Trentin, “mientras las nuevas tecnologías causan golpes mortales a los pilares
del modelo fordista – como la producción en serie estandarizada y la
fungibilidad de las tareas – este proceso no determina automáticamente la
superación del núcleo duro del taylorismo”, o sea, mantiene incólume la
“organización científica del trabajo y la estructura jerárquica centralizada de
saberes y decisiones”. Coincide en parte con estudios recientes de la OIT que
han subrayado, por ejemplo, que en última instancia la organización del trabajo
on line no es muy distinta a la fragmentación en microtareas propia de la más
tradicional industria fordista, y que la vigilancia por medios informáticos y
algorítmicos agudiza el control y la disciplina.
La sociología del trabajo
enseña que las actuales exigencias de calidad e innovación se apoyan más en la
organización y la cultura del trabajo que en las tecnologías “duras” - y menos
aún en la desregulación laboral – por lo cual los nuevos modelos productivos se
asientan en una virtuosa sinergia entre funciones y tareas asignadas, aumento
de la profesionalidad y polivalencia, trabajo en equipo con ordenación flexible
del trabajo y reducción horaria.
El reformismo desregulador
desconoce (tanto en el sentido de ignorar o de no reconocer) toda esta
complejidad, y prefiere hacer “tabla rasa” con la estructura legal de
protección del tiempo, el máximo valor con que todas las personas de todas las
condiciones cuentan para gastar en su vida. Líber Falco empleaba justamente la
metáfora de la vida como “moneda del pobre” que a “gastarla jugamos muchos
años/ entre risas trabajos y canciones”.
El otro factor favorable a la
desregulación, que referíamos como de tipo cultural o ideológico, consiste en la
instalación de una cosmovisión que concibe a las relaciones de trabajo como simples
intercambios privados entre empresarios y “prestadores de servicios”. Así por
ejemplo, el trabajo en el ámbito de las plataformas digitales conduciría
inevitablemente a dar forma a un tipo de emprendedor que, usando sus “medios de
producción” (un motociclo y un casco) se vincula con un “intermediario” (la
aplicación) que le permite acceder a un mercado de clientes demandantes ante
quienes cumple unas tareas sencillas, ordenadas de manera prescriptiva, cumplidas
en un tiempo asignado, que requieren
escasa calificación, que integran una cadena predeterminada y rígida, y que
presentan riesgos altos en cuanto a su salud y seguridad. Todo esto parece poco
moderno.
Resulta evidente el sesgo ideológico
que entiende que la libertad se traduce únicamente en la ausencia de
restricciones externas para el actuar individual, al modo del más crudo
neoliberalismo, soslayando que, como decía Bobbio, la conquista de una la
libertad concreta por parte de un individuo o de un grupo se resuelve siempre
en una falta de libertad de otros, y que hay tantas formas de libertad como de
poder.
Sin embargo, la alternativa
genuinamente reformista y consensuada a este rupestre discurso desregulador ya
está inopinadamente entre nosotros. De manera silenciosa, la distribución u
ordenación del tiempo de trabajo discurre mediante la negociación colectiva en
los consejos de salarios, que han resuelto en varios grupos de actividad
adaptar el régimen horario a las variables condiciones y necesidades
sectoriales. A nuestra cadencia, y sin aspavientos, la reforma está en marcha.
[1]
Catedrático de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Facultad de
Derecho de la Universidad de la República
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