lunes, 16 de mayo de 2022

“El empleado y el patrón”, una representación del micropoder en las relaciones laborales

 

Hugo Barretto Ghione*

 

Todos saben que las relaciones de trabajo en la empresa ligan a dos sujetos que ostentan posiciones desiguales. Uno, tiene necesidad de obtener un ingreso (no es autosuficiente) y ofrece libremente su energía de trabajo, ya no es siervo ni esclavo; el otro, una persona física o jurídica, le retribuye salarialmente y se queda con el resultado del trabajo. Algunos ven un contrato en esta relación.

Al pagar, se le reconoce al empleador el derecho de organizar y disciplinar la conducta del trabajador durante un tiempo diario, aunque en el trabajo en plataformas ese tiempo pueda ser casi todo el día.

La necesidad de trabajar en el marco de una organización que dirige y ordena el empleador sintetiza muy bien el lugar que ocupa el poder en esa relación: está esencialmente concentrado en el patrón, que es quien contrata, controla y eventualmente puede hasta sancionar y despedir al trabajador. Esta centralización de la autoridad puede hacer pensar que se trata de un poder absoluto, pero la legislación laboral y la actividad sindical fungen como contrapesos direccionados a limitar la deriva arbitraria que puede asumir el poder del patrón.

Pero no son estas las únicas cortapisas a la autoridad del empleador: el funcionamiento del poder al interior de cada relación de trabajo es más complejo que este esquema un tanto simplificado.

La película “El empleado y el patrón”, de Manuel Nieto (coproducción de 2021) muestra precisamente la plasticidad y la variabilidad de la distribución del poder en la empresa, plasmada en gestualidades que suelen ser imperceptibles; en la modulación para la amortiguación o aceleramiento de los conflictos; en el continuidad de las rutinas de trabajo y los saberes en detalle del funcionamiento de las máquinas; en los intersticios de la organización del trabajo; en los pliegues y vicisitudes de las relaciones entre los trabajadores/as y con el personal “superior”; en el valor que adquiere el conocimiento de la vida privada como elemento de manejo de las subjetividades, etc, todos componentes de las relaciones que se traban de manera singular en cada caso y que operan por debajo de esa indiscutida ecuación social y económica fundamental fuertemente jerarquizada, sostenida por el derecho de propiedad y la libertad contractual.

Este conjunto de secretos de la vida interior del proceso de trabajo configura la oportunidad de hacer valer bidireccionalmente “micropoderes” de parte del empleado y el patrón, que a menudo permanecen ocultos, opacados tras los derechos y obligaciones típicos del contrato de trabajo, predeterminados por un marco jurídico homogéneo.

Sin poner en entredicho el poder económico y social del empleador, los micropoderes en la relación de trabajo tienen un papel gravitante en el modo de cómo se constituyen las relaciones singulares de cada empresa y aún en cada vínculo laboral. Quedan solo al descubierto cuando en la prueba testimonial de un litigio laboral el/la juez debe inmiscuirse e indagar en la forma de cómo sucedieron ciertos hechos, ingresando así al ámbito doméstico de la trama de vínculos en la empresa. Por otra parte, la emergencia de los llamados “derechos inespecíficos” en la relación de trabajo (o sea, derechos que tienen que ver con la dignidad, intimidad, dignidad libertad de las personas) han puesto el foco, por ejemplo, en ciertas conductas que hoy se conocen bajo la denominación de “acoso” que sacan a superficie mecanismos que eran utilizados secularmente en esa zona viscosa de las relaciones interpersonales en el trabajo.

Ubicados en ese rango del ejercicio de los micropoderes en la relación laboral, la película dispara una serie de significaciones interesantes.

En primer lugar, el mercado de trabajo parece ser esquivo para Rodrigo, que administra la propiedad de su padre, un terrateniente con negocios variopintos. El patrón debe desplazarse a lo profundo del interior del campo – cruza sucesivas tranqueras, alambrados, cursos de agua, etc, en una especie de búsqueda laberíntica del factor trabajo, el que finalmente encuentra personificado en Carlos,  un joven taciturno, que está haciendo una labor rutinaria y elemental como cavar un pozo.

Los derechos y obligaciones del “contrato” que se pacta mediante la intermediación del padre el trabajador no se explicitan, salvo en lo que hace a la calificación profesional que se requiere para la tarea comprometida: capacidad para conducir un tractor en la cosecha de soja. En el acuerdo que da inicio a la relación de trabajo conviven las formas tradicionales de contratar (el padre de Carlos fue empleado del padre de Rodrigo) con modernos requerimientos formativos para manejar la tecnología de un establecimiento rural.

Seguidamente, el patrón trasladará hacia la estancia a Carlos, quien se ubica en la caja de la camioneta, pese a que la cámara se ocupa sagazmente, aunque casi de soslayo, en mostrar que hay lugar en la cabina junto al patrón, conductor del vehículo.

Además de marcar visualmente la diferencia de clases entre quien conduce y quien pasivamente “se deja” conducir, el empleado queda confinado al lugar de las cosas, de las herramientas de trabajo, de la carga, de los objetos, en una cosificación del trabajo propio de su consideración como mercancía.

Hay por tanto un rápido tránsito desde la demanda imperiosa de mano de obra, para lo cual debe el patrón atravesar el variopinto paisaje rural, hasta la igualmente rápida cosificación del trabajador al ser trasladado entre los objetos más las pocas y ásperas obligaciones que le dicta el encargado al llegar a la estancia.

Se cristaliza de esa manera una ida y vuelta de los micropoderes en la relación laboral, ya que queda en claro que el patrón inicialmente depende de la contratación del empleado pues es quien le posibilitará realizar la producción, obtener un beneficio económico y alcanzar el reconocimiento de su autoridad. La debilidad del empleado, a su vez, radica en trabajar para otro y someterse a la imposición disciplinaria del patrón.

Pero no obstante ese planteo, el empleado domina algunos resortes que, sin recomponer ninguna forma de igualdad en la relación de trabajo, de alguna manera pueden tensionar el ejercicio del poder por el patrón, sin cuestionarlo abiertamente. No hay intención de revuelta en Carlos, el empleado. Pero en otros casos, la dialéctica del poder en la relación de trabajo puede hasta re/direccionarse, como ocurre en “El Sirviente” (1963) de Joseph Losey, film emblemático sobre la sutileza y la exasperación de las expresiones de poder en la relación de trabajo.

La necesidad del reconocimiento y del ejercicio de la autoridad por el patrón puede entrar en pequeñas crisis a partir de los micropoderes que eventualmente despliegue el empleado, aun desde su posición de debilidad, nota que se acentúa en el filme, dado que se trata de un trabajador rural y de su esposa que en algún momento asume tareas domésticas en la estancia.

Estas modalidades contractuales de trabajo, que son claramente las más alejadas al conflicto industrial que dio origen a los contrapoderes colectivos, tienen sin embargo una gran potencialidad para jugar el partido del micropoder y el conflicto asordinado. Buen ejemplo de ello es la disputa por la tenencia en brazos del hijo del patrón por parte de la empleada doméstica, primero amenazante y luego desencadenante del drama final, producto quizá del resentimiento o del dolor por la muerte de su pequeño hijo, o por ambas razones.

Obsérvese por un momento el juego dialéctico de ambigüedades: por un lado, máxima sumisión a la voluntad del empleador en dos trabajos excesivamente individualizados y precarizados (el doméstico y el rural), que llegaron tarde a ver conquistados derechos básicos como al salario mínimo y la limitación de la duración del trabajo,  y con extremas dificultades de representación colectiva, lo cual acentúa el poder del patrón; pero por otro lado, concomitantemente, formas de proximidad a la cotidianeidad de la vida en el establecimiento rural, que habilita a Carlos y su esposa a encontrar resquicios de poder en esa cercanía, que puede llegar a ser perversa.

De modo más general, conviene advertir que la fortaleza del padrón radica en la obtención del reconocimiento de su jerarquía y del ejercicio de su autoridad, factores que se materializan merced a la debilidad del empleado.

Pero cuando la debilidad puede trastocarse cuando se transforma en energía colectiva a través de la organización sindical. El reconocimiento y la autoridad se ven conmocionados por la inseguridad que ocasiona la huelga, y con mayor razón, la ocupación de los lugares de trabajo. La interrupción del trabajo no sería demasiado grave si se la mirara en el conjunto de otras situaciones corrientes que obstaculizan o rompen la secuencia de la producción como puede ser la rotura de una máquina, o la inclemencia del tiempo en ciertas actividades. Lo que verdaderamente sucede con la huelga es que tiene un efecto revulsivo que se traduce en una cierta “desobediencia” del colectivo de trabajadores, que pone momentáneamente en cuestión la autoridad y la normalidad, lo cual adquiere una dimensión casi podría decirse que “óntica”. El impacto más importante de la huelga es simbólico más que económico.

En el filme de Nieto la actividad sindical aparece sin embargo como subtexto o telón de fondo. Cuando en el accidente del tractor muere el hijo del empleado, es el sindicato – no queda en claro convocado por quien – el que desata la denuncia por responsabilidad penal empresarial y genera un nuevo vuelco del sistema de micropoderes de la relación de trabajo: primero en el afán por identificar quien hace la denuncia y luego para encontrar vías de “arreglo” de la situación.

El arreglo parece venir, justamente, no de una negociación con el sindicato (que sin embargo también ocurre) sino del planteo extorsivo del empleado con el objetivo de correr un raid con un caballo del patrón valorado en U$S 200.000.

La muerte se interpone nuevamente en el destino del empleado, que protagonizó el drama de su pequeño hijo y ahora sacrifica al caballo blanco del patrón, luego de una caída causada por su distracción. Todo parece simbolizar que la posibilidad de libertad de los pobres se encuentra sustantivamente obturada, tanto mediante el trabajo subordinado como en el azar de una competencia.

La escena final, sin embargo, puede ser entendida como que todo deviene en una pausa tras las distintas direcciones que toman Rodrigo, que se aleja en su camioneta, y Carlos, que queda en su rancherío. Como sucede en el boxeo, transcurrido un round, cada luchador vuelve a su rincón para luego recomenzar de nuevo, con resultado abierto.



* Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Universidad de la República

No hay comentarios:

Publicar un comentario