“Ricci, tienes un trabajo” dice
un funcionario a un desocupado, que lo contempla expectante desde un escalón
más abajo de la escalinata de un edificio muy blanco, que contrasta con la
figura gris de Ricci. Y agrega: “Acordate
de llevar la bicicleta. Hace falta una bicicleta”. Ricci titubea: “¿la bicicleta? La tengo y no
la tengo. En este momento no. La tendré dentro de unos días”. “La necesitas ya
o no te tomarán”, responde lacónicamente el burócrata.
El diálogo parece propio de la
contratación de un joven para tareas de delibery. O si se tratara de un
automóvil en lugar de una bicicleta, sería el caso de un chofer que busca
empleo en una empresa de transporte de personas que opera mediante una
plataforma digital. Pero todo transcurre en un tiempo y un espacio
cinematográfico, Antonio Ricci es un personaje de ficción: estamos ante el inicio
de “Ladrones de bicicletas” uno de los filmes clásicos del neorrealismo
italiano, dirigido por Vittorio de Sica en 1948.
Si no tienes vehículo, no
trabajas. ¿No resulta contemporánea esa aserción? ¿Cuál es la diferencia entre
Ricci y un desempleado de nuestros días, que para obtener un empleo que le
proporcione un ingreso siempre insuficiente debe contar con medio de transporte?
El contrapunto – un ensayo de
montaje entre la situación de Ricci y la de un auténtico desempleado que pone
en juego un vehículo de su propiedad para que le contraten – siendo
un artificio, es no obstante adecuado para desnudar lo esencial de la
vulnerabilidad social y económica de una persona que es “libre” de
trabajar, ya que no se lo fuerza, pero a
la vez, “necesita” hacerlo, porque es la única manera de sustentarse, para lo
cual debe aceptar las condiciones que le
imponen para ingresar a una corporación.
Ricci y el delibery o chofer
son igualmente dependientes de su trabajo para otro sujeto o empresa, sea ésta
una fábrica fordista de los años veinte del siglo pasado o una inmaterial
plataforma virtual. El poder siempre se situará del otro lado, por lo que
estará expuesto a una distancia cósmica entre sus pobres posibilidades de
negociar condiciones de empleo y las que ostentará la plataforma, ese empleador
desmaterializado e invisible.
“Soy un desgraciado”, dice
Ricci a María, su esposa. “Tengo un trabajo pero no lo puedo aceptar (…) hace
falta tener una bicicleta. Ya. Si no me presento el puesto se lo llevará otro”.
El problema del desempleo para el personaje es vivenciado como una culpa, ya por
la carencia de vínculos, de capacitación o de “suerte” para “conseguir”
trabajo. Hay otros desempleados, tan necesitados como él, que son vistos como competidores que aguardan el
mínimo desliz para apropiarse de un bien escaso. Ya no son “compañeros” ni
“proletarios” sometidos a una misma circunstancia de privaciones, sino que son
adversarios a quienes debe enfrentar en el mercado. Pobres contra pobres. María
(tiene que haber una María para que haya un martirio, parece decir el filme)
recoge el ajuar del dormitorio para empeñar y comprar una bicicleta. “¿Se puede
dormir sin sábanas, no?” propone.
La tragedia se desata cuando
Ricci es objeto del robo de su bicicleta; antes de eso, en el corto lapso de su
empleo pegando carteles en la vía pública, se sintió útil y feliz. El trabajo
dignifica a la persona, y la pandemia actual ha mostrado cómo dependemos de
tareas que a menudo consideramos de escaso valor y que se encuentran mal
remuneradas. Con el robo del medio que le habilitaba el empleo y la dignidad,
aparece con crudeza el desamparo, la lucha por la sobrevivencia en una sociedad
embrutecida que lo persigue como delincuente sin advertir su peripecia
individual, humana y familiar ni mucho menos el sustrato de injusticia
naturalizada.
Antonio Ricci era un
trabajador tan dependiente como cualquiera de los que hoy laboran en similares
entornos de “autonomía” y “libertad”. Debió disponer de un medio de transporte
para cumplir encargos y someterse a un control a distancia del cumplimiento de
su tarea.
Pero no obstante hay una diferencia radical entre Ricci y el chofer que
trabaja para una plataforma, producto de un cambio cultural significativo. Al modelo
de negocio que configura la plataforma digital se lo considera de tal novedad y
contemporaneidad disruptiva que hace inaplicable y obsoleta la protección
social clásica del trabajador subordinado. Se trataría de trabajos que se
ubican fuera de esa categoría tradicional, devenida como la única merecedora
del reconocimiento de derechos tales como la limitación horaria y el ingreso
mínimo, por ejemplo. Apariencia y simulacro bien construidos discursivamente.
Giorgio Agamben decía
que sólo puede llamarse contemporáneo “quien no se deja enceguecer por las
luces del siglo y alcanza a vislumbrar en ellas la parte de sombra, su íntima oscuridad”.
Estas nuevas formas de
trabajar, que no son otra cosa que nuevas formas de dependencia laboral, pueden
dar la impresión a un observador desprevenido y deslumbrado, que transitan el
carril de una modernidad sin retorno, lanzada hacia el futuro por el impulso de un
determinismo tecnológico ingobernable. Parte de ese relato se sostiene en una
terminología anglófona que pretende así demostrar su vanguardismo (crowd source on line, virtual work, work-on-demand,
etc), pero esa innovación no va más allá de lo semántico. Se agota rápidamente
ni bien se enfrenta al problema de dirimir si el trabajo prestado en esas
modalidades es dependiente o autónomo, momento en el cual el discurso
disruptivo abandona toda modernidad y flexibilidad
e invención y se confina en las posiciones más tradicionales, o sea, aquellas
que conciben al trabajo subordinado únicamente como el prestado bajo la
obediencia de rígidas órdenes provenientes de la inmediatez del jerarca
directo.
De esa manera, las
“nuevas formas de trabajar” en entornos atravesados por instrumentos
informáticos dejan sin cobertura social y laboral a quienes prestan tareas
dependiendo enteramente de su ingreso y recibiendo encargos y órdenes de manera
no convencional.
Los criterios que se
han adoptado en otros países y en la misma OIT para determinar si existe no
obstante relación de trabajo, por el contrario, adicionan diversos indicios, como el relativo
a la incorporación del trabajador a una organización empresarial, la ajenidad
en los riesgos y en el mercado, la dependencia económica, etc.
En esa dirección, debe
destacarse la reciente sentencia del Tribunal de Apelaciones del Trabajo de
primer turno, por la cual se entiende que un chofer de UBER está sometido a
dependencia laboral. El pronunciamiento se acompasa perfectamente con fallos judiciales
similares ocurridos en Francia, España, EE.UU y Gran Bretaña, que han interpretado
con claridad que estamos simplemente ante nuevas formas de dependencia y no
solamente ante nuevas formas de trabajar.
Hay todavía algo más
turbador en todo esto. Muchos de estos modelos contractuales contienen una
cláusula de arbitraje que obliga a un chofer que labora haciendo traslados -
por ejemplo, de 18 y Ejido hasta el barrio del Paso Molino – a plantear su
reclamo en Países Bajos. El Tribunal de referencia consideró que dicha cláusula no era compatible con el elemental
derecho constitucional de acceso a la
justicia.
Es el riesgo de
sobreactuación que padecen estos modelos: se les nota demasiado la simulación y
pierden verosimilitud.
* Profesor Titular de
Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de la República
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