viernes, 15 de septiembre de 2023

Cosas que acá no pasa(ba)n

 

(Publicado en el Semanario Brecha el 15 de setiembre de 2023)

 

Hugo Barretto Ghione[1]

 

No debe existir discurso más revelador ni más impiadosamente crítico de la autopercepción positiva que los uruguayos tienen sobre la “excepcionalidad” del país que el sostenido por Enzo, personaje secundario de la película “La uruguaya”, dicho en diálogo con el protagonista, Lucas Pereyra.

Lucas asume todos los lugares comunes propios de la visión arquetípica argentina acerca de las virtudes idiosincráticas del ser nacional, mientras que el escéptico Enzo va desgranando cada uno de los atributos de ese imaginario y los deconstruye ante la mirada confundida del primero, que paulatinamente está descubriendo y conociendo, gracias a la honestidad brutal de su amigo, el lado oscuro de un país insospechado.

El relato verosímil que sobre las bondades de lo uruguayo que la película dinamita ha dado fundamento a la creencia de que se trata de un país distinto al resto de Latinoamérica. Enzo podría haber dicho, antes de desmitificarlo, que entre lo bueno del país está contar con un sistema de relaciones laborales sólido que sabe transitar y resolver los conflictos más complejos mediante soluciones consensuadas, en una especie de representación laboral de la sociedad amortiguadora que hablara Real de Azúa.

El relato estaría en lo cierto si dijera que históricamente la fortaleza de los actores sociales y su alto grado de representatividad y autonomía generaron unos resortes que hicieron innecesaria la judicialización, el arbitraje o las reglamentaciones administrativas de la actividad sindical. Todo mecanismo limitativo de la huelga y eventualmente sancionador del ejercicio de la libertad sindical se situaba en una geografía lejana e indiferenciada. En Uruguay, bastaba con la eficiente  mediación y conciliación del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social para  encontrar una solución aún en casos de fuertes controversias colectivas. El marco del pluralismo conflictivo daba sustento a la expresión de la diversidad de intereses en el mundo del trabajo.

Quizá en su momento no se advirtió suficientemente que esa construcción empezaba a fisurarse, cuando hace algunos años se colaron, por parte de ciertos operadores políticos y empresariales, algunos calificativos dirigidos al gobierno anterior como “cívico sindical”, una nominación peyorativa que trataba de deslegitimar lo que no era otra cosa que un tipo de enfoque de las políticas laborales y de protección tan admisible como otras que sucedieron antes y después.

Enzo diría que el proceso de judicialización del conflicto social constituyó una progresiva alternativa al modelo autonomista basado secularmente en la mediación y el consenso.

Las soluciones a los conflictos con base en la intervención preceptiva de terceros tuvo un primer avance en 2006 con la adopción de un proceso judicial especial para obtener la reinstalación del trabajador despedido por motivos antisindicales, para luego decantarse hacia otros contenidos, como la determinación de los derechos de las organizaciones sindicales minoritarias por la vía de resoluciones del contencioso administrativo y el desalojo vía acciones de amparo de los establecimientos ocupados como modalidad de ejercicio de la huelga.

En el último tiempo esa dinámica incremental de la judicialización del conflicto ha adquirido un viraje hacia su directa penalización, una de las cosas que, según el ingenuo Lucas,  “acá no pasan”, pero que el inclemente Enzo desvelaría.

El sometimiento del conflicto a instancias que persiguen la penalización en lugar de la salida consensuada ha tenido como secuela la restricción de la libertad de pensamiento, como ocurrió con el caso de profesores de un liceo público del departamento de San José.

No obstante, el Comité de Libertad Sindical de la Organización Internacional del Trabajo al interceder merced a una queja presentada por los trabajadores, pidió al gobierno nacional que “asegure la existencia de un equilibrio razonable entre la obligación de  neutralidad política de los docentes públicos en el ámbito educativo establecida por la Constitución del Uruguay y el derecho de las organizaciones de docentes a expresar sus opiniones sobre cuestiones económicas y sociales que puedan afectar a sus miembros y a poder difundir las mismas en el lugar de trabajo, teniendo en cuenta la necesidad de no menoscabar la educación de los niños y que tome las eventuales acciones necesarias a ese respecto” (pár. 653 del caso 3420 del Comité de Libertad Sindical).

La decisión del organismo experto de afianzar un “equilibrio razonable” entre la neutralidad política y el derecho a la libertad de expresión en el lugar de trabajo debería reencauzar las relaciones laborales en un sentido menos persecutorio y más abierto al debate de ideas que hacen a la formación y a la ciudadanía, de lo cual deberían tomar nota las autoridades de la enseñanza.

Esa avanzada sancionatoria se trasuntó también en la desmesurada creación de una comisión parlamentaria para contabilizar y estudiar puntillosamente las horas de “licencia sindical” (como mal se le llama a la horas para el ejercicio de la actividad sindical) usufructuadas por un profesor de la enseñanza secundaria.

Nadie contabilizó las horas que los legisladores emplearon en una tarea que habría realizado con menor costo y mayor eficacia un instructor sumariante del organismo en cuestión.

El último eslabón de esta cadena es el intento de calificar como “atentado” a una protesta sindical contra el proyecto Aratirí que implementa la empresa estatal OSE, una decisión del ente que es cuestionada por no solamente por los trabajadores organizados sino por buena parte del espectro político nacional. La tipificación del delito incluye la motivación de impedir o estorbar  el libre ejercicio de la función pública mediante violencia o amenazas.

El problema radica en que cualquier medida de huelga está inequívocamente dirigida a perturbar o dificultar la adopción de una medida que las organizaciones sindicales estiman nociva para sus intereses. Es justamente para eso que se hacen las huelgas, o sea, para cuestionar decisiones que la autoridad de la empresa pretende tomar.

Así para la OIT es natural que las huelgas “ocasionan perturbaciones y costos”  y es corriente que se hagan no solo para la “obtención de mejores condiciones de trabajo o las reivindicaciones colectivas de orden profesional”, sino también para “la búsqueda de soluciones a las cuestiones de política económica y social y a los problemas que se plantean en la empresa y que interesan directamente a los trabajadores”  (Recopilación de decisiones del Comité de Libertad Sindical de la OIT, caso 755 y 758).

Las autoridades del ente tomaron ese mismo día de la movilización la decisión por la que habían optado, sin impedimento, amenaza ni violencia alguna. La denuncia posterior es puro humo[2].



[1] Profesor Titular (G 5) de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de la República

[2] La referencia al “humo” tiene que ver con que la imputación penal que se hace a un dirigente sindical es por haber arrojado un artefacto productor de humo en el local de la empresa