miércoles, 25 de marzo de 2020

Esto no es una autocracia


Nota de opinión aparecida en el periódico  La Diaria on line

Hugo Barretto Ghione
(prof. Titular de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la UdelaR)

Jafar Panahi se las ingenió y nos dio una pista valiosa para ocupar creativamente el tiempo en este confinamiento  hogareño a que muchos estamos constreñidos o exhortados. En “Esto no es una película”, de 2011, realiza un ejercicio semi documental filmándose durante un lapso del  arresto domiciliario que padeció  por imposición del gobierno iraní, material que pudo sacarse en un dispositivo USB escondido en una torta de cumpleaños para luego ser exhibido en el festival de Cannes de ese año.

La similitud de la situación de reclusión con nuestro caso no se limita solamente al aislamiento forzado y al consiguiente apartamiento de los afectos, sino que alcanza también a un aspecto más sombrío que padece Panahi: la incomunicación  y ruptura de los canales para la expresión del pensamiento.

El riesgo sanitario, la perplejidad  generada por la indefinición temporal del retiro domiciliario y la disminución de los ingresos de buena parte de la población pueden generar un cóctel de insatisfacción y malestar explosivo si no se valoran los carriles de diálogo y los aportes que provengan de los colectivos sociales que se ven más amenazados por los efectos sociales y económicos de la pandemia.

El diario El País luego de una pausa de quince años ha retomado con fuerza su tradición oficialista secular, calificando en un editorial del 25 de marzo  a las posiciones del PIT CNT y  la intersectorial como una manera de “medrar miserablemente” con la pandemia. Plantea ramplonamente y de forma maniquea la disyuntiva “patria o cacerola”, aduciendo que toda crítica al gobierno nacional es “darle la espalda al país” por constituir “un ejercicio absurdo de militancia en tiempos en que los esfuerzos deberían estar concentrados en salvar vidas”. Un burdo paralogismo de falsa oposición, diría Vaz Ferreira. El mismo  Presidente Lacalle, en una intervención desafortunada,  ha atribuido peyorativamente a quienes atisban alguna crítica de sus decisiones de hacer “política”.

El problema está en que la política y la crítica son esenciales a la democracia y al progreso en todos los órdenes, bien lo sabemos todos los que sufrimos las épocas que se conculcaban.

Lo que cualquier posición de la derecha política no comprende, por las propias limitaciones que tiene su marco ideológico,  es la importancia vital que reviste para el funcionamiento democrático la existencia de canales para la manifestación de las sensibilidades y puntos de vista distintos que porten y traten de hacer valer  las organizaciones representativas actuantes en una sociedad pluralista.

Toda la construcción democrática moderna descansa justamente en el reconocimiento de “organizaciones intermedias” entre el Estado y el individuo, que representen genuinamente los intereses sectoriales (del trabajo, el género, la religión, las ideologías, los estudiantes, etc)  y eviten la verticalidad deshumanizante de los aparatos burocráticos respecto de la persona  que Franz Kafka retrató admirable y definitivamente.

La frenética catarata normativa que el gobierno comunica casi diariamente revela no solamente una reconocible preocupación por la situación que genera la pandemia, sino también, en su conjunto, un rumbo que es necesario comprender y apreciar para contraponer a otras iniciativas provenientes de los propios interesados, de modo de generar deliberativamente  los consensos necesarios.

Las manifestaciones de opiniones y propuestas distintas no constituyen una patología ni un aprovechamiento desleal y antipatriótico, sino una conducta funcional que permite el ejercicio de la libertad individual y colectiva y libera una energía que, comprimida, se traduce en una lesividad del derecho a la expresión del pensamiento y otros derechos fundamentales, cuando no un riesgo de otras dimensiones.

La preocupación del gobierno debería ser, contrariamente, en promover el diálogo y las vías de “escape” de esa tensión contenida por la incomunicación de quedarse en casa y de no escuchar lo distinto.

Por eso es que muy sabiamente la Organización Internacional del Trabajo en un documento reciente “El COVID-19 y el mundo del trabajo: repercusiones y respuestas”[1] afirma que “El diálogo social tripartito entre los gobiernos y las organizaciones de trabajadores y empleadores es un instrumento fundamental para elaborar y aplicar medidas reparadoras sostenibles, a escalas comunitaria y mundial. Ello requiere organizaciones de interlocutores sociales sólidas, independientes y democráticas”.

Recuerda la OIT una experiencia histórica cuando dice que  “Varias crisis, entre ellas la Gran Depresión, han puesto de manifiesto que sólo podemos evitar el riesgo de que se produzca un círculo vicioso a la baja mediante la aplicación de medidas políticas coordinadas y eficaces a gran escala”.

Con más claridad agrega: “Los gobiernos no pueden abordar las causas y las consecuencias de las crisis ni garantizar la estabilidad social o la recuperación sobre la base de medidas unilaterales. El diálogo social constituye un instrumento indispensable para gestionar las crisis de forma armonizada y eficaz y facilitar la recuperación, y es un método de gobernanza primordial para llevar a cabo cambios. El establecimiento de canales de comunicación eficaces y el diálogo ininterrumpido con los gobiernos son fundamentales para que las organizaciones de trabajadores y de empleadores puedan gestionar la reestructuración empresarial de manera sostenible y conservar el empleo”.

Una práctica virtuosa de reconocimiento de la importancia de la voz de los colectivos de interesados resulta por otra parte vital para “el día después”, o sea, la reconstrucción productiva y del tejido social posterior a la crisis, para lo cual esboza el documento un programa tendiente a la protección de los trabajadores en el lugar de trabajo, el fomento de la actividad económica y de la demanda de mano de obra y el apoyo al empleo y al mantenimiento de los ingresos.

Si la obra de Panahi no es una película, ni la pipa de Magritte una pipa, ojalá que de la actitud del gobierno podamos decir “esto no es un monólogo”.

lunes, 9 de marzo de 2020

Donde no llega el algoritmo




En una nota publicada en El País sobre Mario Bunge en ocasión de su fallecimiento, se evoca una entrevista con el filósofo y físico argentino.

Su voz luce algo apagada, pero dice el periodista que “recupera el vigor cuando explica el rompecabezas filosófico que consume buena parte de su energía actual: los problemas inversos. ´Por ejemplo, si usted le pide a alguien que le diseñe una nueva trampa para ratones, le está proponiendo un problema inverso que no es ni deductivo ni inductivo, porque va del efecto a la causa´, se divierte explicando. Y continúa: ´Es un tipo de problema muy descuidado por los filósofos. Porque no hay reglas, no hay algoritmos para resolver un problema inverso. Cuando no hay algoritmos se necesita inteligencia, se necesita imaginación y proceder por tanteo, ensayo y error´. Y termina: ´No parece muy científico, pero esa es la manera en la que se trabaja habitualmente".

A su vez, en ocasión del estreno de su último filme “Nuestro tiempo”, La Diaria entrevista al cineasta mexicano Carlos Reygadas.

Explicando su punto de vista, dice el director que “yo no hago drama animado. Uso la cámara y el sonido para lo que fueron inventados: para transportar –transformando ligeramente– imágenes (completas, con sonido y todo) del mundo físico a un objeto que se puede poseer y disfrutar. El cine no se inventó para contar historias. Ya existía la literatura, y es mucho mejor para ese propósito. El drama, desde Grecia, establece todo lo antropocéntrico. Los héroes, los conflictos morales, el desarrollo de personajes... todo en código. Para mí eso no es la materia del cine”.

Un entusiasmo esnobista, y conservador aunque no lo parezca, con mucho de determinismo tecnológico, parece arrebatar el tiempo y conducirnos a un espacio donde la única regla es la técnica - omnipresente y neutra – desatada y desvinculada de parámetros éticos, políticos y normativos.

Bunge y Reygadas, cada uno desde su lugar, nos recuerdan que la invención y la sensibilidad artística son productos de lo humano y que no pueden reducirse a un cálculo ni a un artefacto de inteligencia artificial. La justicia tampoco.