Parece escrito teniendo
presente los hechos de hoy mismo, cuando en épocas “trumpistas” nos encontramos
con este texto profundamente humanista que dice “Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede
medir nuestro grado de barbarie o de civilización”. Mientras
se proyecta una muralla que separa los
territorios y nos aisla del “otro” (el diferente, el pobre), recordamos este
discurso de Tzvetan Todorov, filósofo búlgaro fallecido en estos días, dicho en oportunidad de recibir el premio Príncipe de Asturias a las Ciencias Sociales (2008):
Antes de la época contemporánea, el mundo jamás había sido escenario de
una circulación, tan intensa de los pueblos que lo habitan, ni de tantos
encuentros entre ciudadanos de países diferentes. Las razones de tales
movimientos de pueblos e individuos son múltiples. La celeridad de las
comunicaciones incrementa el prestigio de los artistas y de los sabios, de los
deportistas y de los militantes por la paz y la justicia, poniéndolos al
alcance de los hombres de todos los continentes. La actual rapidez y facilidad
de los viajes invita hoy a los habitantes de los países ricos a practicar un
turismo de masas. La globalización de la economía, por su parte, obliga a sus
elites a estar presentes en todos los rincones del planeta y a los obreros a
desplazarse allá donde puedan encontrar trabajo. La población de los países
pobres intenta por todos los medios acceder a lo que considera el paraíso de
los países industrializados, en busca de unas condiciones de vida dignas. Otros
huyen de la violencia que asola sus países: guerras, dictaduras, persecuciones,
actos terroristas. A todas esas razones que motivan los desplazamientos de las
poblaciones se han sumado, desde hace algunos años, los efectos del
calentamiento climático, de las sequías y de los ciclones que este conlleva.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados, por cada
centímetro de elevación del nivel de los océanos, habrá un millón de
desplazados en el mundo. El siglo XXI se presenta como aquel en el que
numerosos hombres y mujeres deberán abandonar su país de origen y adoptar,
provisional o permanentemente, el estatus de extranjero.
Todos los países establecen diferencias entre sus ciudadanos y aquellos
que no lo son, es decir, justamente, los extranjeros. No gozan de los mismos
derechos, ni tienen los mismos deberes. Los extranjeros tienen el deber de
someterse a las leyes del país en el que viven, aunque no participen en la
gestión del mismo. Las leyes, por otra parte, no lo dicen todo: en el marco que
definen, caben los miles de actos y gestos cotidianos que determinan el sabor
que va a tener la existencia. Los habitantes de un país siempre tratarán a sus
allegados con más atención y amor que a los desconocidos. Sin embargo, estos no
dejan de ser hombres y mujeres como los demás. Les alientan las mismas
ambiciones y padecen las mismas carencias; sólo que, en mayor medida que los
primeros, son presa del desamparo y nos lanzan llamadas de auxilio. Esto nos
atañe a todos, porque el extranjero no sólo es el otro, nosotros mismos lo fuimos
o lo seremos, ayer o mañana, al albur de un destino incierto: cada uno de
nosotros es un extranjero en potencia.
Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede
medir nuestro grado de barbarie o de civilización. Los bárbaros son los que
consideran que los otros, porque no se parecen a ellos, pertenecen a una
humanidad inferior y merecen ser tratados con desprecio o condescendencia. Ser
civilizado no significa haber cursado estudios superiores o haber leído muchos
libros, o poseer una gran sabiduría: todos sabemos que ciertos individuos de
esas características fueron capaces de cometer actos de absoluta perfecta
barbarie. Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la
humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los
nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos a nosotros mismos como desde
fuera. Nadie es definitivamente bárbaro o civilizado y cada cual es responsable
de sus actos. Pero nosotros, que hoy recibimos este gran honor, tenemos la responsabilidad
de dar un paso hacia un poco más de civilización.
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