viernes, 9 de junio de 2017

Filosofía y rebelión en una novela: encuentro fortuito (e imperdible) entre Connolly, Wittgenstein y Bajtín


El encuentro entre el filósofo austríaco  Ludwig Wittgenstein,  principal del giro positivista lógico, el lingüista  ruso Nicolai Bajtin y el revolucionario irlandés James Connolly ocupa la narrativa central de la novela Santos y Eruditos, recientemente traducida al castellano y editada por El Cuenco de Plata.

El autor es Terry Eagleton, uno de los intelectuales contemporáneos más interesantes  en su faceta de teórico y crítico cultural y literario, que se animó en 1987 a incursionar en la novela con este resultado entretenido e inteligente acerca de la relación dialéctica de estos tres personales reales sometidos a la ficción de encontrarse recluidos en una casa de veraneo en el oeste de Irlanda en el año 1916, año de la ejecución de Connolly en manos del imperio británico junto a otros líderes independentistas.

Eagleton es, como Connolly, católico y marxista, y toda la novela desata en nuestro caso  una indisimulada simpatía por los puntos de vista del irlandés,  que recae en la casa luego de ser seriamente herido en el alzamiento de Pascua de 1916. El diálogo a tres voces – aparece lateralmente un cuarto interlocutor, personaje literario de Joyce – opone las posturas filosóficas  de compromiso (y de algún modo, existencialistas) de Connolly, con la de sus forzados contertulios, reveladoras del desapego a la suerte de la historia.

La novela comienza justamente “congelando” la historia, puesto que en un juego casi cinematográfico, se relata la ejecución de Connolly y cuando las balas han partido de los esbirros imperialistas, la acción se traslada,  como en un flashback, a retratar al resto de los protagonistas y las circunstancias de su encuentro en la cabaña donde justamente acudirá en sus últimos momentos y antes de ser apresado, Connolly.

Transcribimos algunos pasajes de la novela, reveladores del chisporroteo de los diálogos filosóficos que se desatan entre los personajes.

 

Connolly indicó con el mentón su pierna herida y dijo con una sonrisa lánguida:

“Evidentemente, la violencia no me es ajena”.

“Entonces está usando las armas del enemigo”, dijo Bajtín. “No puede salir nada bueno de eso”.

“Si triunfamos, no será por disparar primero; será porque nos disparan. Lo único que entienda la clase dominante es la victoria. Pero subestima el poder del fracaso”.

“¿quiere decir que ustedes se propusieron fracasar?”

“El fracaso es una condición con la cual la clase trabajadora está muy familiarizada. En ese aspecto son superiores a quienes los dominan” (p. 123).

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El irlandés sopesó las palabras del austríaco con expresión confundida.

“Creo que debo darme por vencido en esto. Soy un soldado, no un filósofo. No entiendo lo que quiere decir”

“quiero decir que la idea de una ruptura total en la vida humana es una ilusión. No hay nada total que romper. Como si todo lo que conoceos ahora pudiera terminar para que comenzara algo enteramente nuevo. Esto es absurdo. ¿Cómo podríamos siquiera comenzar a describir ese nuevo futuro, si es tan completamente distinto al presente? (p. 144).

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“Las revoluciones”, dijo Wittgenstein, “son de dos clases. Están las que dejan todo exactamente como estaba, y están las que empeoran muchísimo más las cosas. ¿A cuál variedad responde la suya?”

“Espero que sea exitosa. Como la que lo produjo a usted”. Wittgenstein lo miro con expresión vacua. “Me refiero a la revolución burguesa”.

“Y le parece exitosa?”

“Por supuesto. Tan exitosa fue que casi hemos olvidado que ocurrió” (p.129).

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“Siempre he pensado”, dijo Bajtín para atemperar los ánimos. “que un cadáver es el más alto objeto de veneración de los cristianos”.

“Su teología es un poco sesgada”, dijo Connolly secamente. “En el centro de la fe cristiana hay un cuerpo muerto, pero es un cadáver cuyo fracaso anuncia la resurrección” (p. 131)

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“Está usando armas obsoletas: igual que su reaccionaria pasión por la igualdad, otro gris rasero de la burguesía. La igualdad no existe; lo único que existe es la diferencia. Divida esa diferencia y encontrará más diferencia, y así hasta llegar al átomo más minúsculo a través de cuyo agujero podría ingeniárselas para ver un sinnúmero de ángeles bailando en la cabeza de un alfiler”.

“No sé”, dijo Connolly lentamente, “si está hablando en serio o en broma” (p. 164)

 

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