El encuentro entre el filósofo austríaco Ludwig
Wittgenstein, principal del giro
positivista lógico, el lingüista ruso
Nicolai Bajtin y el revolucionario irlandés James Connolly ocupa la narrativa
central de la novela Santos y Eruditos,
recientemente traducida al castellano y editada por El Cuenco de Plata.
El autor es Terry Eagleton, uno de los
intelectuales contemporáneos más interesantes en su faceta de teórico y crítico cultural y
literario, que se animó en 1987 a incursionar en la novela con este resultado
entretenido e inteligente acerca de la relación dialéctica de estos tres
personales reales sometidos a la ficción de encontrarse recluidos en una casa
de veraneo en el oeste de Irlanda en el año 1916, año de la ejecución de
Connolly en manos del imperio británico junto a otros líderes independentistas.
Eagleton es, como Connolly, católico y
marxista, y toda la novela desata en nuestro caso una indisimulada simpatía por los puntos de
vista del irlandés, que recae en la casa
luego de ser seriamente herido en el alzamiento de Pascua de 1916. El diálogo a
tres voces – aparece lateralmente un cuarto interlocutor, personaje literario
de Joyce – opone las posturas filosóficas de compromiso (y de algún modo,
existencialistas) de Connolly, con la de sus forzados contertulios, reveladoras
del desapego a la suerte de la historia.
La novela comienza justamente “congelando”
la historia, puesto que en un juego casi cinematográfico, se relata la
ejecución de Connolly y cuando las balas han partido de los esbirros
imperialistas, la acción se traslada, como en un flashback, a retratar al resto de
los protagonistas y las circunstancias de su encuentro en la cabaña donde
justamente acudirá en sus últimos momentos y antes de ser apresado, Connolly.
Transcribimos algunos pasajes de la novela,
reveladores del chisporroteo de los diálogos filosóficos que se desatan entre
los personajes.
Connolly
indicó con el mentón su pierna herida y dijo con una sonrisa lánguida:
“Evidentemente,
la violencia no me es ajena”.
“Entonces
está usando las armas del enemigo”, dijo Bajtín. “No puede salir nada bueno de
eso”.
“Si
triunfamos, no será por disparar primero; será porque nos disparan. Lo único
que entienda la clase dominante es la victoria. Pero subestima el poder del
fracaso”.
“¿quiere
decir que ustedes se propusieron fracasar?”
“El
fracaso es una condición con la cual la clase trabajadora está muy
familiarizada. En ese aspecto son superiores a quienes los dominan” (p. 123).
…………………………
El
irlandés sopesó las palabras del austríaco con expresión confundida.
“Creo
que debo darme por vencido en esto. Soy un soldado, no un filósofo. No entiendo
lo que quiere decir”
“quiero
decir que la idea de una ruptura total en la vida humana es una ilusión. No hay
nada total que romper. Como si todo lo que conoceos ahora pudiera terminar para
que comenzara algo enteramente nuevo. Esto es absurdo. ¿Cómo podríamos siquiera
comenzar a describir ese nuevo futuro, si es tan completamente distinto al
presente? (p. 144).
………………………
“Las
revoluciones”, dijo Wittgenstein, “son de dos clases. Están las que dejan todo
exactamente como estaba, y están las que empeoran muchísimo más las cosas. ¿A
cuál variedad responde la suya?”
“Espero
que sea exitosa. Como la que lo produjo a usted”. Wittgenstein lo miro con
expresión vacua. “Me refiero a la revolución burguesa”.
“Y
le parece exitosa?”
“Por
supuesto. Tan exitosa fue que casi hemos olvidado que ocurrió” (p.129).
…………………………
“Siempre
he pensado”, dijo Bajtín para atemperar los ánimos. “que un cadáver es el más
alto objeto de veneración de los cristianos”.
“Su
teología es un poco sesgada”, dijo Connolly secamente. “En el centro de la fe
cristiana hay un cuerpo muerto, pero es un cadáver cuyo fracaso anuncia la
resurrección” (p. 131)
……………..………….
“Está
usando armas obsoletas: igual que su reaccionaria pasión por la igualdad, otro
gris rasero de la burguesía. La igualdad no existe; lo único que existe es la diferencia.
Divida esa diferencia y encontrará más diferencia, y así hasta llegar al átomo
más minúsculo a través de cuyo agujero podría ingeniárselas para ver un
sinnúmero de ángeles bailando en la cabeza de un alfiler”.
“No
sé”, dijo Connolly lentamente, “si está hablando en serio o en broma” (p. 164)
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