Hugo Barretto Ghione
No se ha dicho todavía lo
suficiente – casi nada – acerca los 70
años de la adopción del Convenio N° 87 sobre libertad sindical por la
Organización Internacional del Trabajo, un derecho fundamental tan invocado
como incomprendido, mirado con desconfianza y
resistido. Si como ha dicho Bobbio todos los derechos humanos nacen como respuesta
al aumento del poder del hombre que crea
amenazas sobre la libertad del individuo, la libertad sindical ha resultado
ciertamente un antídoto eficaz contra el desborde del poder del empleador en la
relación de trabajo, pero esa misma característica la ha hecho objeto de
controversia circular, ya que poder y libertad conviven en equilibrio inestable.
La razón de esa omisión en una evocación que parece ineludible
tratándose de un derecho humano básico puede obedecer a diversos factores. Uno de
ellos radica seguramente en que la libertad sindical nos recuerda la diferenciación
social y económica entre las personas – esa es su génesis indisimulable – o
sea, entre quienes son propietarios y quienes trabajan en su beneficio, y esa
particularidad resulta molesta de reconocer. Es menos conflictivo y más aglutinante concebir únicamente la libertad
de derechos civiles y políticos, como ocurrió durante mucho tiempo, derechos que son iguales para todos y que no se basan
en condición material alguna y por ello reposan en un consenso tranquilizador.
Hablar de libertad sindical es
hablar de la desigualdad de las personas, y eso no está bien visto.
Los derechos sindicales nos dicen
que no basta con la igualdad formal ante la ley, propia del Estado liberal, sino
que es necesario dotar a quienes están subordinados económicamente de instrumentos
de lucha por sus condiciones de vida. El poeta Drummond de Andrade decía “cómo es posible vencer el océano/si es
libre la navegación/más es prohibido hacer barcos”.
No acaban aquí las sospechas acerca de cómo explicar el
silencio en torno a los 70 años del reconocimiento por el derecho internacional
de la libertad sindical. Hay otro costado del asunto, seguramente polémico, como es la primacía cultural
de los discursos referidos a los derechos individuales en casi todos los
órdenes, que ha recluido a los derechos colectivos como la libertad sindical o
a nociones como el interés general a una especie de trinchera defensiva y auto
justificativa permanente.
Hay quienes postulan asimismo que
la libertad sindical ha devenido rápidamente en obsoleta y propia del
capitalismo de antaño, impropia ante las nuevas formas de trabajar. O que se trata de un privilegio corporativo.
Pero no ha de olvidarse que los
derechos colectivos se asientan en la diferenciación social, y no hay modernidad que la haya
clausurado hasta el momento.
Por otra parte, tratar a la
libertad sindical en su sola dimensión de derecho de las organizaciones de
trabajadores es denotar una incomprensión elemental acerca de su origen. Lo
peculiar es que se trata de una síntesis de derechos individuales y colectivos. Antes que otra cosa, configura un derecho
fundamental de las personas, reconocido en un amplio repertorio de instrumentos, tratados y declaraciones
internacionales, regionales y constituciones de casi todos los países que sería
ocioso capitular.
Sin embargo, su definición no es
sencilla. En concreto, si debiéramos expresar
qué cosa es la libertad sindical nos
encontraríamos con la misma dificultad que se atribuye a Agustín de Hipona para dar una noción del tiempo:
“sé lo que es, pero si me preguntan, no
sabría explicarlo”.
No es impericia de este escribiente.
O no solamente. La libertad sindical encierra
una serie de derechos que se encuentran potencialmente listados y prontos para
desplegarse como en un movimiento centrífugo: es el derecho a crear, afiliarse
y organizar un sindicato, fijar sus estatutos, administrarlo, asociarse a
federaciones nacionales e internacionales, no ser disuelto por decisión
administrativa, etc. Aparece así un común denominador que es el valor que
representa la autonomía en las organizaciones de trabajadores, en el sentido de
limitar la injerencia que el Estado pude tener; una especie de libertad
negativa que proteja a los sindicatos de toda pretensión de cooptación o instrumentalización
en favor de partidos, gobiernos o intereses económicos.
Si vamos al texto, el propio
convenio N° 87 tiene una llave maestra para determinar la amplitud que presenta
el concepto de libertad sindical: es la libertad de tener “actividad sindical”,
dice el art. 3°. Nótese que el término “actividad” es comprensivo de una
panoplia inconmensurable de acciones, propuestas, iniciativas, etc, entre las
que se encuentra, qué duda cabe, el derecho a la negociación colectiva y la
huelga.
La afirmación que dejamos caer en
el párrafo anterior no es inocente, sino que viene a cuento porque los
empleadores han manifestado en la OIT que el Convenio 87 no dice expresamente
“huelga” y por tanto la misma no se encuentra reconocida dentro del margen de
lo que ha de considerarse como libertad sindical.
Es una trapisonda de picapleitos.
Un sinsentido. Por ese camino, si todo
lo que no está dicho expresamente en la norma no es parte del derecho, casi
cualquier cosa que hagan los sindicatos (abrir una cuenta bancaria, alquilar
una sede, contar con una guardería o una biblioteca, dar un curso de formación,
etc) dejaría de entenderse como ejercicio del derecho a la libertad sindical.
No hay un solo Uruguay
Quizá lo verdaderamente
importante de todo está en que la libertad sindical tiende a promover, en
última instancia, las capacidades de los individuos, la ciudadanía social y el
desarrollo democrático.
Si los partidos políticos son
esenciales para la democracia, la libertad sindical es igualmente esencial para
completar la dimensión social y económica del sistema, ya que contempla al
ciudadano en su doble condición no solo de elector, sino en su función de productor de riqueza.
El reconocimiento de esa doble
calidad de la participación en la política (a través de los partidos y las elecciones)
y en la producción (a través del sindicato y la negociación colectiva) no es
apreciada como se merece. A menudo juzgamos muy severamente como faltos de
prácticas democráticas a países que no
cuentan con suficientes garantías políticas (libertad de reunión, de expresión
del pensamiento, de elección, etc) y ello es muy compartible, desde luego,
pero no mensuramos con similar rigor
cuando esos u otros países incumplen o vulneran la negociación colectiva y la
huelga, o no protegen al ciudadano que ejerce la representación de su
sindicato.
En un caso, son regímenes
dictatoriales que se son justamente señalados en los organismos internacionales;
pero en el otro caso se omite toda consideración y hasta se los felicita o pone
de modelo de desarrollo económico.
A veces se llega al extremo de no
cumplir con las manifestaciones más elementales del Estado de Derecho. Un hecho
reciente es revelador de cómo se minusvalora la libertad sindical: un hervidero
de usuarios invocando un derecho al que parecen
estiman fundamental – el de cargar nafta - hostigó en una estación de servicio
de Santa Clara del Olimar a una pequeña
organización sindical que estaba ejerciendo medidas de acción gremial ante el
despido de un dirigente del sindicato. Como si no fuera suficiente, ahora el
empresario elude el reintegro del trabajador dispuesto por la justicia, que
determinó la existencia de discriminación antisindical en su fallo. Todo el
proceso cierra de la peor manera.
A veces, si bien se la
piensa, la consigna “Un solo Uruguay”
que postula un grupo de productores rurales cobra un sentido inquietante.
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