Hugo Barretto Ghione*
Sobran los motivos
para celebrar los 100 de la creación de la Organización Internacional del
Trabajo (OIT), cuya partida de nacimiento figura en el capítulo XIII del
Tratado de Versalles con que concluyera la primera guerra mundial.
Sus principios
cardinales, contenidos en el preámbulo de su Constitución y en la Declaración de Filadelfia sobre fines
y objetivos del organismo (1944), definen el propósito e inspiran su accionar
bajo el presupuesto básico de que “la paz universal y permanente solo puede
basarse en la justicia social” y que “existen condiciones de trabajo que
entrañan tal grado de injusticia, miseria y privaciones para un gran número de
seres manos, que el descontento causado constituye una amenaza para la paz y
armonía universales”. El modo de conjurar ese riesgo es, obviamente, la urgente
mejora de las condiciones de trabajo, como
la reglamentación de las horas de trabajo, la lucha contra el desempleo,
la garantía de un salario vital
adecuado, el principio de la libertad sindical, y otras que lista la misma
Constitución de la OIT.
Pero no se trata
solamente de consagrar estos objetivos de corte humanista, sino también de
consignar las circunstancias de la realidad que pueden incidir negativamente en
el cumplimiento de esas metas, y por ello la Constitución agrega que “si
cualquier nación no adoptare un régimen de trabajo realmente humano, esta
omisión constituiría un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen
mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países”. Los documentos
fundacionales de la OIT cimientan asimismo
el principio de no discriminación, hoy pieza esencial de la llamada
“agenda de derechos” cuando plantean que
“todos los seres humanos, sin distinción
de raza, credo o sexo, tienen derecho a perseguir su bienestar material
y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad
económica y en igualdad de oportunidades”.
La OIT supuso en
1919 la materialización de una
perspectiva surgida al menos en la segunda mitad del siglo XIX en ciertos
planteos utópicos, en el reformismo social y en la doctrina social
eclesiástica, pese a una persistente
mirada desconfiada de quienes veían en ello una suerte de compromiso con el
capital que debilitara la resistencia obrera autónoma y revolucionaria.
Los documentos
constitutivos de la OIT refieren igualmente a la célebre formulación de que “el
trabajo no es una mercancía”, que
procura evitar que la persona, portadora indisociable del “trabajo”, sea degradada y cosificada por las resultancias
del vaivén del mercado.
Este programa de trazos firmes se desplegó hasta
el momento en 189 convenios internacionales del trabajo, tratados ratificables
por los países miembros y que comprenden
una panoplia de asuntos que reconocen y reglan derechos básicos de las personas
que trabajan, como son la limitación horaria, la negociación colectiva, las
condiciones de salud y seguridad laboral, los métodos de fijación de los
salarios mínimos, etc. La peculiaridad de esos instrumentos normativos radica
en la composición tripartita de la OIT, único organismo de las Naciones Unidad
que tiene tal característica, que hace que los convenios internacionales sean aprobados
por representantes de las organizaciones de empleadores y de trabajadores y no
únicamente por funcionarios gubernamentales.
En su conjunto, esos
convenios componen una especie de “código mundial de derecho del trabajo”,
configurando un antídoto potente a la
compulsión de promover la competitividad de las empresas y de los países con
base en la rebaja de las condiciones de trabajo y del “costo laboral”, que
conducen a las formas más inhumanas de explotación.
Parece broma que la
rebaja de los costos – y fatalmente, de
las condiciones de trabajo - se cuele en
los discursos de la campaña política de ciertos sectores de la derecha
vernácula, en una desfachatada confesión de un programa de inequidad social que
puede avecinarse.
Pero la relevancia de
la OIT no se agota en la adopción de normas internacionales sobre derechos
humanos laborales merced a esa composición tripartita, sino que además adiciona
mecanismos de contralor del cumplimiento de esos dispositivos, como son la
Comisión de Expertos en la Aplicación de Convenios y Recomendaciones y el
Comité de Libertad Sindical.
Una concepción universal de los derechos laborales y sus
límites
La consigna de que el
trabajo no es una mercancía y el maridaje de la justicia social, la paz
universal y las condiciones dignas de trabajo (a la que hoy habría que agregar
la consideración al medioambiente) confluyeron
en una construcción cultural propia del siglo XX que hizo del trabajo un elemento central no solo para la vida de las personas
sino para el futuro de la humanidad: un instrumento de aniquilación o de
emancipación, ese es el dilema.
Los derechos
laborales humanizan el trabajo aún en las condiciones de sujeción y
restricción que supone la labor
subordinada, hoy sustantivamente
agravada por las formas más modernas de autoexplotación, como la “uberización”
y otras modalidades de trabajo económicamente dependiente.
Por ello es sumamente
pertinente que en el proyecto de “Declaración del Centenario” - documento que
se pondrá en discusión en la próxima reunión de la OIT en junio - se proponga la aplicación de una garantía
universal de derechos para todas las personas que trabajan, con independencia
de la modalidad con que lo hacen
Ese propósito, tan en
sintonía con los principios fundamentales de la OIT, encuentra al organismo muy tensionado por dos
desacuerdos que llevan ya largo tiempo de debate a su interior, debate que en
sustancia no resulta muy distinto del que discurre en la mayor parte de los países.
En primer lugar, el
grupo de los empleadores y una parte de los gobiernos han puesto un freno a la
secuencia de aprobación de convenios internacionales del trabajo. La discusión
no es nueva pero es más aguda. En los primeros
años de creación de la OIT se habían adoptado 16 convenios
internacionales del trabajo y 16 recomendaciones, lo que disparó el alerta y
generó que se ralentice un tanto la
labor normativa, hasta que la segunda
posguerra dio oportunidad a un nuevo impulso,
que permitió la aprobación de convenios fundamentales sobre libertad
sindical (1948), protección a la actividad sindical y negociación colectiva
(1949), no discriminación en el empleo y la ocupación (1958), igualdad de
remuneración (1951), eliminación del trabajo forzoso (1957), todos constitutivos del núcleo de derechos
humanos fundamentales junto a los relativos a la eliminación del trabajo
infantil. Sin embargo, el proceso se ha detenido desde 2011, cuando se aprobó el convenio
sobre trabajo doméstico.
Lo sucedido no es
otra cosa que la preeminencia de las tendencias flexibilizadoras, de corte
neoliberal, contrarias a la regulación laboral.
El segundo desacuerdo
es sobre el reconocimiento del derecho de huelga, que ha sido puesto en duda
por el grupo de los empleadores en la OIT en tanto no es aludido expresamente
en el convenio internacional del trabajo sobre libertad sindical N° 87.
Estrictamente, el convenio no menciona todas las derivaciones que tiene el
derecho a la libertad sindical, ya que
al definirse como un derecho a tener “actividad sindical”, no podría ser reducido
a ninguna enumeración taxativa. Pero la libertad sindical sin derecho de huelga
es imposible de concebir.
Uruguay y la OIT: lo inefable
Nuestro país comparte
con Noruega el cuarto lugar en el conjunto de países miembros en cantidad
de convenios internacionales ratificados con 110, por detrás de España (133),
Francia (127) y Bélgica e Italia (133),
y es un lugar común decir que la legislación uruguaya del reformismo batllista
de las primeras décadas del siglo pasado se adelantó a las soluciones que impulsaron
los convenios internacionales.
Dando cuenta de ese
tópico, Albert Thomas, primer Director General de la OIT, manifiesta en su
visita a Uruguay en 1925 su entusiasmo por nuestra legislación laboral de esos
días, expresando en una entrevista periodística “su agrado por haber tenido la
oportunidad de conocer la legislación obrera uruguaya” al considerarla una de
las más adelantadas y progresistas, según consigna en un estudio Raúl Jacob.
El reformismo social
conoce una segunda etapa de desarrollo con la legislación laboral desatada a
partir de 2005, con leyes que esencialmente regulan la duración del trabajo en
el sector doméstico y rural, reglamentan las tercerizaciones, garantizan la
promoción y protección de la actividad sindical, promueven la negociación
colectiva y dotan de un proceso autónomo a los conflictos laborales. La respuesta a esas políticas de cobertura de
derechos de las personas que laboran de manera dependiente (y por tanto en
condiciones de desigualdad) no fue otra que la inmediata presentación en 2009
de un mecanismo de queja ante la OIT por parte de las principales
organizaciones de empleadores.
Sus argumentos
principales han sido, por un lado,
considerar que el gobierno es permisivo con las ocupaciones como medida
de acción sindical - que estiman conculcadoras del derecho de propiedad de los
titulares de los bienes de producción y atentatoria de la libertad de trabajo
de los no huelguistas - y por otro lado,
por entender que se les obliga a negociar en el marco del tripartismo de los
consejos de salarios.
Ambas objeciones son
perfectamente refutables, ya que la libertad de trabajo ha sido muy eficazmente
garantizada mediante acciones de amparo que decretan la desocupación forzosa
del local de trabajo en pocas horas, y la negociación colectiva puede ser
desarrollada en cualquier nivel que las partes convengan, sin necesidad de
recaer en el tripartismo. Podrían empresarios negociar con los sindicatos al
margen totalmente de la participación del gobierno y solicitar el registro y la
publicaciòn de sus convenios colectivos, y en esos casos, la ley vigente
permite que se omita la convocatoria al tan temido tripartismo de los consejos
de salarios. Pero no lo hacen.
Lo realmente
inexplicable es que un país como el nuestro pueda ser expuesto por estas
pequeñas razones de los empresarios a la instancia de contralor más severa como
es el examen por la Comisión de Normas de la próxima conferencia de la OIT.
Restan unos días todavía para verificar si se confirma la inclusión del caso en
la lista de asuntos más graves a ser tratados por dicho organismo.
El caso uruguayo,
sobre negociación colectiva tripartita y ocupaciones de locales de trabajo por
pocas horas antes que una sentencia judicial desaloje a los sindicalistas,
puede llegar a convivir así con una veintena de países denunciados por
asesinatos o detención de sindicalistas, trabajo esclavo e infantil,
condiciones extremas de insalubridad, salarios paupérrimos y otras calamidades que ponen en verdadero riesgo, como en un efecto mariposa,
“la paz universal y permanente”, que nos
recuerda el mandato original de la OIT deberíamos salvaguardar.
El centenario de la
OIT merecería mejor destino que ser utilizado por las cámaras empresariales nacionales como un mero
amplificador de asuntos menores.
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