El miedo a la libertad en la ley de urgente consideración
Hugo Barretto Ghione*
Ciertos filósofos de la
antigüedad opinaban que las palabras no encerraban la esencia de las cosas que nombraban.
Argumentaban, por ejemplo, que nada
tiene de particular una silla para ser designada necesariamente con esa palabra
y no con otra cualquiera. Ocurre que los significados de las palabras son
producto de una convención y de la costumbre y no de determinación alguna. Jorge
L Borges fingía, sin embargo, que “En
las letras de ´rosa´ está la rosa/y todo el Nilo en la palabra Nilo”, en un
ejercicio de fina inteligencia e ironía.
Pensemos ahora en el significado
del término “libertad”. Hoy parece como natural y propio del pensamiento
neoliberal. El gobierno ha colocado a la libertad como pieza fundamental de su
discurso, sirviéndose de su reputación para fundamentar en distintos momentos cuestiones
tan variopintas como el cuidado de la salud personal, la habilitación a los
padres para decidir discrecionalmente si sus hijos concurrirán a la escuela
durante la pandemia y hasta para permitir a los conductores llevar alguna
copita de vino en el cuerpo.
Hay un sentido muy preciso en
ese uso repetitivo en pequeñas dosis cotidianas, como en cuentagotas, que
revela muy claramente una concepción ideológica particular y obstinada.
El sentido de la libertad de
que habla el gobierno multicolor procede de una tradición del pensamiento político
que valora únicamente el cumplimiento de aspectos procesales para juzgar si
somos efectivamente libres y autónomos. La idea reposa en la suma de dos
componentes fundamentales: a) la consigna de que se es libre cuando es viable elegir
por uno mismo lo que mejor se considere para satisfacer el propio interés; y b)
se es libre en tanto se consagre la protección del individuo frente a la
interferencia de todo poder externo.
Se trata de un celoso recelo
hacia toda regulación o intervención ajena respecto de la esfera de la autonomía
y la voluntad individual, de la ausencia de todo impedimento o constricción en
el actuar. Este último rasgo, que algunos llaman “libertad negativa”, cuando se combina con el mecanismo de mercado termina
por maridar el credo perfecto de todo liberal: la libertad solo es tal si el
individuo cuenta con suficiente espacio para actuar privadamente, siendo el
Estado y sus regulaciones normativas una amenaza de todo este modelo abstracto.
Para Friedrich Hayek, uno de
los profetas de este modo de ver la libertad, solo importa que los individuos
sean “libres para hacer algo” sin que tenga relevancia alguna si efectivamente hacen
uso de esa posibilidad de hacer. Esta aseveración es vital para entender las
consecuencias de estos encares, ya que implica desentenderse de si las personas
tienen efectivamente alguna capacidad de hacer, o sea, si la libertad puede
finalmente redundar en un hacer concreto o si basta con que permanezca como una
mera posibilidad. Así por ejemplo, para este autor no resulta un privilegio la
propiedad privada aún cuanto reconozca que “sólo algunos puedan lograr
adquirirla”. La abstracción prevalece sobre la realidad. El Estado debe ser
“imparcial”, entiendo por tal aquel que no interviene en favor de la igualdad
sustantiva de las personas.
El paso siguiente es la declinación
hacia la desregulación de los mercados (incluido el laboral), que representa para
estas orientaciones liberales un crecimiento de la libertad de hacer de los
sujetos, puesto que suprime restricciones normativas. La limitación de la
duración del trabajo, la fijación de salarios mínimos y los regímenes
solidarios de seguridad social serán vistos como rémoras del pasado, como
ataduras de las que hay que sacudirse por constituir ataduras o intromisiones externas
al individuo que obstaculizan la inversión y entorpecen la iniciativa. Estas
derivaciones lógicas del concepto de
libertad que maneja el gobierno se encuentran todavía en potencia, sin
desplegarse del todo, quizá en busca de mejor oportunidad de manifestarse,
aunque hay espíritus muy inquietos en sectores económicos y sociales que le
exigen retornar a esa prédica propia de los años noventa del siglo pasado.
Hayek lo dice mejor que nadie
cuando expresa que “si deseamos crear nuevas oportunidades abiertas a todos,
ofrecer opciones que la gente pueda usar como quiera, los resultados precisos
no pueden ser previstos (…) y por consiguiente no pueden conocerse de antemano
sus efectos sobre cada fin o cada individuo en particular”[1].
El problema está en que todos
tienen “derecho” al goce de la
libertad, pero la mayor parte de las personas muy probablemente no estén en
condiciones materiales de ejercerla
según sus preferencias. Todos pueden ser propietarios, pero la propiedad está
extremadamente concentrada. Algunos críticos como Amartya Sen entienden que esa
noción de libertad no tiene “aceptabilidad ética” por no traducirse en
oportunidades para que las personas alcancen objetivos y desarrollen capacidades de hacer
cosas de acuerdo a sus valores y modos de vida[2].
Más
poder que libertad en la LUC
Al solapar esta idea de
libertad sobre las relaciones de trabajo queda en evidencia, más que en ningún
otro caso, la indisimulable inequidad que provoca esta noción parcial de
libertad.
Toda la construcción de la protección social del trabajo
descansa en la verificación de la radical desigualdad existente en el llamado “contrato”
laboral, negocio por el cual una persona libremente compromete su energía de
trabajo sin coacción alguna (salvo naturalmente la que procede de la necesidad
imperiosa que tiene de obtener un ingreso) en favor de un empleador que dispone
de los medios para imponer sus
condiciones en esa relación irreductiblemente asimétrica.
Garantizar que esa necesidad material y dependencia laboral
(tanto da si se trata de un obrero manual o un chofer de una aplicación de
transporte) convivan con márgenes razonables de libertad de la persona sólo se
realiza si la facultad de hacer del empleador en la relación de trabajo se encuentra
limitada por la legislación laboral y la acción sindical.
Visto desde el neoliberalismo, la acción sindical y la ley
protectora del trabajo son cortapisas externas que constriñen la libertad de
las partes. Pero en una relación desigual, la libertad de uno de las partes (el
trabajador) se alcanza precisamente mediante la restricción de la libertad de hacer
de la otra parte. No hay otra alquimia que resuelva esa cuestión binaria de
búsqueda de la libertad que a través de la limitación del poder.
La ley de urgente
consideración no contiene muchos dispositivos sobre relaciones laborales, es
cierto, pero los plasmados son significativos porque varían sustantivamente
estos delicados equilibrios entre la libertad de unos y de otros.
En el art. 392 equipara el
derecho de huelga con la libertad de trabajar del no huelguista y privilegia el
ingreso del empresario al establecimiento durante el conflicto.
La huelga ha sido un
extraordinario instrumento para ganar espacios de libertad por los trabajadores
dependientes, que descubrieron en la acción colectiva una herramienta de
respuesta a los arbitrios del empleador, ampliando sus capacidades de alcanzar
sus propósitos en términos de calidad de vida laboral, personal y familiar.
Pero la LUC coloca al derecho
de huelga en el mismo plano que la libertad
de trabajar de quien se encuentra subordinado al poder del empleador, rebajando
así su intensidad y efecto.
¿Para qué se hace una huelga?
La finalidad esencial reside en su potencial para generar una presión en el
empleador mediante una exacerbación legítima del conflicto no con afán
atrabiliario, sino con la pretensión de solucionarlo y por esa vía, defender
derechos conculcados o alcanzar una negociación para contribuir al progreso
social y económico del trabajador y su familia.
El ejercicio de la libertad
como producto de una acción colectiva y potente en favor del interés objetivo
de los trabajadores, se repliega ante la emergencia en la LUC de una libertad falaz
del no huelguista, cuya consecuencia no es otra cosa que la consolidación de
relaciones de trabajo desiguales, amputando la única vía hacia la real
autonomía de la voluntad.
Este desenfoque de la libertad
en la relación de trabajo también puede apreciarse en el art. 215 que modifica la
ley de inclusión financiera, entregando a la “libertad” de las partes la
elección del medio de pago, ya sea en efectivo o por acreditación en cuentas de
instituciones de intermediación financiera o en instrumentos de dinero electrónico.
Obvio es decir que, de manera
general, los trabajadores no podrán resistir – menos aún en tiempo de penuria
del empleo, como el presente – que prime la imposición del empleador, ancado en
esta oportunidad que se le reconoce de actuar sin intrusión externa y recobrar
su poder (“el poder de uno implica la falta de libertad del otro” enseña
Norberto Bobbio[3])
en esta zona del contrato de trabajo.
En síntesis, la LUC debilita
el derecho de huelga y suprime reglas jurídicas que aseguraban la percepción
íntegra del salario, una alta cirugía que conduce a ampliar la esfera de poder
del empleador en detrimento de la libertad del trabajador dependiente. Por eso
la noción que sustenta la LUC trasluce el miedo a la libertad real que padece
el neoliberalismo ante las capacidades que las personas que trabajan pueden
desplegar en las relaciones económicas y sociales por el ejercicio de la
libertad sindical, que supera la “libertad de hacer” por la “libertad para” alcanzar otros derechos.
Doña Soledad sufrió en carne
propia este concepto abstracto de los neoliberales, porque su pobreza no le
permitió estudiar, pese a que “quiso querer pero no pudo poder” según canta
Zitarrosa, quien entre el dolor y el
enojo se pregunta “que es lo que quieren decir con eso de la libertad”.
* Catedrático de
Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la
Universidad de la República
[1]
Hayek, Friedrich. Camino de servidumbre. Alianza editorial, 1978
[2]
Sen, Amartya. Bienestar, justicia y mercado. Paidós, 1997
[3][3][3]
Bobbio, Norberto. Igualdad y libertad. Paidós, 1993
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