miércoles, 30 de noviembre de 2011

El concepto de diferencia en la relación de trabajo.

El concepto de diferencia  en la relación de trabajo.
Su consideración original como asimetría de poder y su declive hacia el consenso y la no discriminación*


Hugo Barretto Ghione**

I. La ambivalencia del término diferencia aplicado al derecho del trabajo.  II. Regla del consenso y conflicto laboral II.1 El problema del ámbito de la participación. II.2 Normas y consenso II.3 ¿Es posible acordar los presupuestos básicos de la libertad sindical? II. 4 Crítica del enfoque comunicativo en clave laboral. III. La regla de la no discriminación entre asalariados y el principio de igualdad. IV. A modo de síntesis.



I. La ambivalencia del término diferencia aplicado al derecho del trabajo.


Hablar de  diferencia en el derecho del trabajo es hablar de la asimetría de poder existente entre las partes de la relación de trabajo,   dato esencial a partir del cual se edifica toda la materia protectora del contratante más débil de ese vínculo.

El término diferencia evoca también ciertos encares filosóficos que tendieron a hegemonizar el debate en los años precedentes e impusieron la idea de la “diferencia” como tópico.  Hay una fuerte carga de relativismo en esas posturas, que produjeron una reflexión basada en el reconocimiento de que no existe una única razón, ni una ética, sino que lo vigente era la liberación de las diferencias, la proliferación de lo múltiple, la exhibición y exaltación de lo subjetivo, que lejos de ser ocultado pasa a ser militantemente mostrado y hasta fomentado.

En estas posturas, la realidad se diluye en un vértigo de interpretaciones, diluyéndose también toda pretensión de verdad, que estalla en diversidad de relatos, todos ellos plausibles. Los “fundamentos” pierden legitimidad, porque de existir un fundamento debería sostenerse que solo podemos registrar una posibilidad de lo verdadero. Los juegos del lenguaje y las múltiples acepciones convencionales de los términos son los que definen una expresión, y no las condiciones de verdad ni su relación con el referente[1]. Nietzsche es multicitado cuando dice “no hay hechos,  solo interpretaciones”.

En el terreno del derecho, casi contemporáneamente,  se desarrolló un enfoque que, en atención (también) a lo diverso, estructuró una visión basada en la necesidad del consenso en las sociedades modernas: Lo diverso podía convivir en espacios democráticos bajo la condición que se recondujera a través de la argumentación y la racionalidad deliberativa.

Estas visiones incidieron en el curso pensamiento laboralista y en el derecho del trabajo, desdibujando su perfil tradicional,  que sustentaba la centralidad de su discurso en la existencia de una diferencia “única” en un sentido “fuerte”, como era la posición de hiposuficiencia del trabajador respecto del empleador y el consiguiente desequilibrio de poder que desplegaban las partes en la relación de trabajo.

Por influjo de esos puntos de vista filosóficos y teóricos, el derecho del trabajo:

a)       Teóricamente viró hacia un sentido menos fincado en el “conflicto” entre capital y trabajo y más proclive a la necesidad de la “adaptación”, a la funcionalidad del trabajo a los desafíos de la competitividad y la producción y a la estructuración del consenso y el diálogo social, procesos que llamaremos “la regla del consenso”;  

b)       Construyó, además,  un discurso alternativo al de la hiposuficiencia,  abandonando casi el relato de la igualdad material frente al empleador por el de la igualdad entendida como no discriminación entre los asalariados, proceso que llamaremos “regla de la no discriminación entre asalariados”.

Vinculado con las corrientes de pensamiento filosófico enunciadas supra, parece evidente que la no discriminación es ahora la materialización de la diferencia: la otrora unidad de los asalariados, pertenecientes a una categoría o clase, hoy aparece como una multiplicidad de identidades (etaria, sexual, etc) difíciles de articular.

La regla del consenso y la regla de la no discriminación entre asalariados constituyen dos procesos que han corrido de manera paralela; su visión de conjunto permite apreciar su común pertenencia a un ámbito ideológico y cultural propio del llamado “capitalismo tardío”, y en consonancia, ambos parecen negar o desconocer las dinámicas de poder y autoridad existentes en las relaciones de trabajo.

En la presente contribución se trazarán algunas reflexiones sobre estos carriles procurando “des/construir” el discurso en que se sustentan, de modo de aportar en la dirección crítica de los edificios conceptuales que dejó el último cuarto del siglo veinte en el derecho del trabajo.

II. Regla del consenso y conflicto laboral[2]

La aparición de nuevos vocablos y expresiones para designar las vicisitudes de las relaciones de trabajo dice mucho sobre el sentido que se pretende dar a las mismas: la imposición de un lenguaje en particular es ya parte de la forma en que se despliega el poder en esas relaciones.

Así ocurre, por ejemplo, con la voz “diálogo social” que denota una novedad significativa en tanto en los años setenta y ochenta el término en uso era “concertación” o “pacto social”.

La distancia entre una y otro enunciado no es baladí. El diálogo social, en tanto no refiere a ningún resultado en particular, revela su naturaleza procedimental, que nada adelanta respecto de los contenidos de esas prácticas y por ello aparece como una expresión más débil y neutra.

No obstante esta debilidad respecto de contenidos anteriores, lo cierto es que “diálogo social” ha hecho su camino, y la propia OIT lo incluye como componente de primer orden del concepto de trabajo decente, y recientemente como parte del programa para “superar la pobreza mediante el trabajo”.

Ermida Uriarte[3] advierte que en el lenguaje común, en el político y en diversos documentos internacionales se supone su contenido pero no se lo define: en definitiva, el diálogo social puede traducirse en un simple “intercambio de impresiones”. Ciertamente, la ausencia de una noción precisa de diálogo social permite incluir en el mismo a “todas las formas de relación entre actores, distintas al conflicto abierto” parece concluir el autor.

Una tan marcada nota procedimental en las relaciones de trabajo parece vincularse con corrientes de la  teoría social como la ética del discurso, la búsqueda de los consensos, la democracia deliberativa y la ética comunicativa. Sobre estos aspectos profundizaremos en lo inmediato.


II.1 El problema del ámbito de la participación


El diálogo social es parte hoy de la terminología en uso en derecho del trabajo. En muchos países, como Uruguay, es norma la creación de comisiones tripartitas para abordar los más diversos temas, como por ejemplo la igualdad de género,  la salud y seguridad en el trabajo, el empleo juvenil, etc. Esas iniciativas prestan un marco “comunicacional” al abordaje de los temas, debiéndose anotar su carácter notoriamente procedimental que pretende amalgamar los “nuevos intereses” que aparecen en las relaciones laborales (la “diferencia” entendida, según se vio,  como multiplicidad de identidades).

La verdad, si existe, es la que surge del consenso y no la que emerge de planteos solipsistas. Los procedimientos comunicativos del diálogo social generan la posibilidad de expresar la “diferencia”, la diversidad de enfoques y de articularlos en la estrategia del consenso.  Dice Habermas, principal teórico de estas corrientes, que  debe descartarse que, para la formulación de soluciones a la acción colectiva de la sociedad, el actor deba situarse en una posición excluyente, y aduce que  “en lugar de proponer a todos los demás una máxima como válida y que quiero que opere como una ley general, tengo que presentarles mi teoría al objeto de que quepa hacer la comprobación discursiva de su aspiración de universalidad (...) El peso se traslada desde aquello que cada uno puede querer sin contradicción alguna como ley general, a lo que todos de común acuerdo quieren reconocer como norma universal”[4]. La hermenéutica también está referida al diálogo: “lo importante no solo es escuchar cosas unos de otros, sino escucharnos unos a otros. Únicamente eso es comprender”[5].

Esta ética argumentativa constituye también una forma de legitimar los resultados del proceso de discusión, ya que las normas y los acuerdos sólo son válidos si consiguen la aprobación de todos los destinatarios, ya que “se excluyen como inválidas aquellas normas que no consiguen la aprobación cualificada de todos los posibles destinatarios”[6].

Así, “una norma únicamente puede aspirar a tener validez cuando todas las personas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo - en tanto participantes de un discurso práctico -  en que dicha norma es válida”[7].

Se trata de una ética de los procedimientos mas que de los contenidos: “por tanto, una teoría que se extiende a ámbitos de contenido – como la teoría de la justicia de Rawls – debe entenderse como una aportación al discurso que se da entre ciudadanos”[8], o sea, “la aportación de un participante en la argumentación a la construcción de la voluntad discursiva sobre las instituciones fundamentales del capitalismo tardío”[9].

La participación igualitaria de los afectados en el proceso de discusión habilita a superar las limitaciones que presenta la unilateralidad del discurso. Ahora no se trata solamente de atender a la resolución de intereses con soluciones unilateralmente obtenidas, sino de escuchar a los interesados[10], merced a una alquimia no suficientemente explicitada llamada “postulado de universalidad” los partidarios de estas concepciones hacen posible regular una materia (la laboral, podría ser) “con igual consideración de los intereses de todos los participantes” según Habermas.

El recurso que alumbra los consensos reside en el uso de las reglas de la argumentación, por lo cual, y en definitiva,  la ética del discurso puede formularse diciendo que únicamente pueden aspirar a validez aquellas normas que consiguen la aprobación de todos los participantes.

Pero según ya tuvo oportunidad de decirse, al tratarse de una ética de los procedimientos y de la argumentación, no pretende ningún contenido en particular, ya que todos los contenidos son admisibles en tanto cumplan con la regla de la universalidad, o sea, considerar en su solución o resultado final a los intereses de todos los participantes. Estos, libres de toda coacción, argumentarán en procura de obtener el consenso y de esa manera tan límpida, formular  una regla que sea aceptada por todos (condición de legitimidad de las normas adoptadas).

Ahora bien: en el caso del mundo del trabajo, corresponde interrogarse si la libertad de los sujetos (la libertad sindical), es posible someterla al procedimiento de los acuerdos y los consensos o es por el contrario un presupuesto de esa participación.

Esta disyuntiva de política laboral es esencial para construir el escenario de la participación real de los interesados, y es a nuestro juicio un tema crucial en el derecho colectivo del trabajo en Argentina y Uruguay, aunque por razones distintas. En Uruguay, la ley sobre protección y promoción de la actividad sindical y la ley de negociación colectiva no tuvieron suficiente consenso social (los empleadores no prestaron su voluntad), a tal punto, que se discute todavía hoy en el Comité de Libertad Sindical de la OIT; en Argentina, por su parte, no se ha podido reformular un modelo sindical cuestionado por pronunciamientos de inconstitucionalidad de la Corte Suprema de la Nación.


II.2 Normas y consenso

Recordemos los ejes fundamentales de la teoría “comunicativa” del derecho: las  normas jurídicas presentan  una dimensión fáctica constituida por los elementos de cumplimiento habitual y por la coacción que la respalda. Pero la finalidad de integración social que el derecho tiene en sociedades contemporáneas solo puede obtenerse si las normas poseen un elemento de legitimidad que se sitúa por fuera de su imposición coactiva y posibilita la mínima aceptación necesaria para su seguimiento.

Esta legitimidad de las  normas depende en consecuencia del modo en que esas normas son creadas, aunque la linealidad y pulcritud del razonamiento parece no encajar cuando deben resolverse temas cruciales como los señalados supra, que son definitorios de la autonomía e independencia de los participantes (organizaciones de trabajadores y de empleadores).

García Amado agrega a todo esto que las normas son legítimas cuando sus destinatarios pueden al mismo tiempo sentirse, en su conjunto, como autores racionales de esas normas, es decir, cuando el procedimiento de creación de las normas reproduce el procedimiento argumentativo y consensual de la razón comunicativa; o dicho de otro modo, cuando se sigue el procedimiento democrático sin distorsiones[11].

Hay con todo un grado importante de explicación acertada si referimos estos desarrollos para el caso de las regulaciones laborales que provienen de la voluntad y los acuerdos directos de las partes (repárese, por ejemplo, en los convenios colectivos). En efecto las normas que directamente acuerdan los sindicatos y empleadores no solamente recogen sus intereses sectoriales, sino que  son de más fácil cumplimiento y contralor porque quedan a merced de las partes que las pactaron.

Sin embargo, el consenso es difícil si se piensa en las reglas básicas que sostienen a los actores. Frecuentemente los consensos no son posibles por la existencia de elementos distorsionantes en los discursos de los actores, ya que la coacción (la huelga, por ejemplo) juega un papel decisorio.


II. 3  ¿Es posible negociar los presupuestos básicos  de la libertad sindical?



El punto señalado en el párrafo anterior es de muy difícil resolución dentro de la lógica que venimos glosando. La estructura de la comunicación entre los actores, para Habermas,  excluye necesariamente toda coacción que influya sobre el proceso de comprensión.

Las reglas básicas del proceso deliberativo serían:

a)      la inclusión de todos los sujetos con capacidad para participar en condiciones de simetría;
b)      la igualdad de oportunidades para expresarse y garantías suficientes para contribuir y poner de manifiesto los argumentos propios;
c)      el acceso y derecho a la participación sin ningún tipo de coacción.

El dato es fundamental para comprender la teoría de la acción comunicativa: para Habermas, las reglas básicas señaladas no comportan  simples convenciones, sino que constituyen  presupuestos inexcusables de la participación[12].

La pertinencia de estos presupuestos para las relaciones laborales es irrefutable, pero su presencia en el mundo del trabajo es infrecuente, o al menos irregular y en todo caso nunca está ajena a las interferencias de la coacción, que asume, en el caso de la huelga, un carácter de legitimidad y de “violencia tolerada”. Nada más y nada menos.


II.4 Crítica del enfoque comunicativo en clave laboral


Se ha sostenido que la ética comunicativa se revela insuficiente y prescindente de ciertos fenómenos  inmanentes a las relaciones de trabajo como para tener un alcance suficientemente explicativo del derecho del trabajo o más propiamente, de las relaciones laborales.

Recurriendo a autores críticos del enfoque comunicativo pueden reseñarse las principales objeciones:


II. 4.1 La falta de contenidos materiales de justicia social


Se ha dicho que la racionalidad procedimental conduce a un discurso de carácter abstracto y procedimental, insuficiente en relación al ejercicio concreto de la justicia social, para lo cual  debería contener criterios indispensables para definir una justicia en sentido material[13].

Por otra parte, el enfoque comunicativo desvaloriza la dimensión económica,  resaltando la importancia de la democracia formal por encima de la exclusión: una democracia inspirada en la teoría de la acción comunicativa y en  la utopía del consenso dejan fuera del discurso a los excluidos y propende a  la elaboración  de consensos donde éstos no tienen potencial incidencia[14].

II.4.2 La asimetría de los participantes

La ilusión de prescindir de la coacción encubre – en la esfera de las relaciones laborales - la naturaleza de hiposuficiente que tiene el sujeto trabajador, elemento no totalmente neutralizado por la acción colectiva sindical. Esta  opacidad de la asimetría de los participantes en el diálogo que presenta la teoría comunicativa,  es resultado del ocultamiento general que hace del diferendo, del antagonismo.

El ocultamiento  del conflicto social y la ficción de la igualdad de los sujetos hace que la diferencia no sea reconocida, por lo cual el diálogo se hace  en el idioma de una de las partes, mientras que la posición de subordinación social  que sufre la otra parte no se significa ni aparece en el lenguaje. El antagonismo – cuando no la injusticia - que está en el trasfondo de las relaciones laborales no es reconocida en el lenguaje del consenso, mas preocupado en establecer esos acuerdos y en fijar las reglas para los puntos de partida incondicionados[15]  y sin atisbo de hegemonía alguna. En el ámbito de las relaciones laborales el diferendo entre las partes es tan consustancial, que la existencia misma de uno de los sujetos del diálogo social, se debe a la existencia de un determinado sistema que le obliga a  vender su fuerza de trabajo. De ese modo, la existencia del sujeto “trabajador dependiente” es una forma  de manifestación de la disparidad, cuando no de la injusticia y la contradicción subyacente a esas relaciones.


II.4.3 Consensualismo y conflicto


Atendiendo a estas vicisitudes, el  consensualismo “a secas”  puede transformarse en la negación de la conflictividad social[16].

El riesgo de desconocimiento de esta realidad elemental parece distante en la actual coyuntura europea, marcada fuertemente por el conflicto social.

Por otra parte, el pluralismo de los valores y la cuestión del poder no pueden erradicarse de la realidad social; el antagonismo de intereses es consustancial a la democracia moderna y el conflicto en el mundo del trabajo no puede resolverse racionalmente al estilo de la ética discursiva sino solo alcanzar acuerdos transitorios y precarios[17].

Por esta razón, dice Mouffe[18],  “el ideal de una democracia pluralista no puede consistir en alcanzar un consenso racional en la esfera pública. Ese consenso no puede existir. Tenemos que aceptar que todo consenso existe como resultado temporal de una hegemonía provisional, como una estabilización del poder, y que siempre implica alguna forma de exclusión”. La dimensión de antagonismo es inherente a las relaciones humanas, y en las relaciones de trabajo se manifiesta de diversas formas, mas o menos visibles, pero siempre presentes; ello no significa que los adversarios no puedan superar su desacuerdo, pero tal eventualidad no prueba de ningún modo que se haya superado la diferencia.

Los críticos mas radicales de las tesis habermasianas de  construcción de consensos a través de mecanismos  meramente procedimentales expresan,  en definitiva,  que “como la participación  de los dominados y excluidos en la elaboración de un consenso supone introducir una dimensión que no es simétrica, su reconocimiento requiere la desestructuración del orden de la dominación. No hay consenso con dominación. La elaboración de consensos puede ser valida como estrategia transitoria, fruto de determinadas circunstancia históricas, pero no puede ser planteada como un ideal por encima del conflicto histórico – estructural”[19].

La racionalidad comunicativa, la idea misma  de consenso,  parece conocer sus límites cuando se trata de bajarla a la arena de las relaciones laborales.

La polaridad de tipo relacional entre consenso/conflicto, su valoración como estrategia de los actores, su intercambiabilidad,   no encuentra lugar apropiado en las éticas procedimentales. La tensión subyacente, inestable e irresuelta entre actores con intereses diversos dota de una provisionalidad a las soluciones alcanzadas por las convenciones colectivas que dependen más de la “correlación de fuerzas” en una negociación que de la calidad de los discursos argumentativos.

Con todo, no debe soslayarse el aspecto lingüístico de la cuestión, ya que sobretodo en el plano internacional viene ganando terreno una terminología novedosa, como la ya anotada “diálogo social” y la no menos reciente “interlocutores sociales”. La primera despierta, inevitablemente, la  interrogante de  si no resulta un (indigno) sucedáneo del término “negociación colectiva”, más propio de las relaciones laborales. ¿Supone este giro lingüístico un cambio sustantivo? ¿No es parte de ese proceso de instauración de un “pensamiento débil” designar a los sindicatos como “interlocutores”?

Todo parece ajustarse a una lógica envolvente y sugerente. Es obvio que resultan menos comprometidos, mas impersonales y con menor capacidad definitoria “diálogo social” e “interlocutores” que “negociación” y “sindicatos”, aunque también es posible concluir que esos términos designan mejor un tipo de relaciones laborales ocurridas en los liberales años noventa. En este punto, el “nombre hace a la cosa” y habría una mayor coherencia entre esa índole “débil” de las representaciones y del lenguaje y las relaciones laborales del período neoliberal.

Aunque este mismo reconocimiento desemboca, necesariamente en otro reconocimiento: en que, pasado el período neoliberal, esa terminología devino inevitablemente en obsoleta.

Visto desde este ángulo, diálogo social, consenso e interlocutores definieron la hoja de ruta de la flexibilidad en el terreno del discurso jurídico, opacando significados tradicionales  y creando otros en su lugar. No es otra cosa que una forma de ejercer el poder a través del dominio de la producción simbólica, entendida ésta como un microcosmos “por imponer la definición del mundo social más conforme a (los)  intereses” de clase[20].

La inevitable vuelta al lenguaje del derecho del trabajo permite recordar que el criterio de la igualdad material se basó en el dato económico y social del dis/poder de quien debía enajenar su energía de trabajo a cambio de un salario que le prestara sustento personal y familiar.  El restablecimiento de ciertos márgenes de igualdad (¿o libertad material?) a favor del trabajador, permitió sortear y superar, muy morosamente, y no sin confrontación ni rupturas,   la hegemonía indiscutida que el primer liberalismo había impuesto de la igualdad formal, o sea, de la  igualdad “ante” la ley.

Evoquemos que Barbagelata fundó el particularismo del derecho del trabajo en la diferente consideración que se tiene en la disciplina respecto del principio de igualdad. En concreto, en el derecho del trabajo hablar de igualdad es hablar de igualdad material u objetivo de la regulación legal, mientras que en el derecho común la igualdad es simplemente el trato igual para todos los ciudadanos.

La forma de acordar el trato igual en derecho del trabajo fue la de establecer desigualdades compensadoras en la relación entre los sujetos desiguales.

En concreto, la limitación severa de la autonomía de la voluntad de las partes del “contrato” y el principio protectorio confluyeron como los ejes fundantes de la estructura jurídico-laboral.

En definitiva, para considerar la posición del hiposuficiente[21],  o el trabajo prestado en relación de ajenidad o alienado[22],  el derecho adoptará un trato desigual,  “inclinando la balanza” para contemplar el dato social de un trabajador jurídicamente libre, pero materialmente dependiente de la necesidad de trabajar y por ello sometido a la voluntad  del dador de empleo.  Por estas razones, la doctrina clásica latinoamericana mirará con desconfianza a la figura del  “contrato” como lugar de encuentro de las voluntades de sujetos que libremente acuerdan los derechos y obligaciones que han de regular la relación de trabajo.


III.  La regla de la no discriminación entre asalariados y el principio de igualdad


La presente evolución del derecho del trabajo demuestra una proliferación de normas sobre no discriminación a nivel nacional e internacional, precedida por  estudios, cursos, congresos, seminarios,  una literatura especializada publicada en libros y revistas y consultorías e investigaciones promocionadas a veces merced a contribuciones y proyectos de organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales.

Uno de los efectos (¿involuntarios?) de tal encarte ha sido la sugestiva opacidad en que se ha recluido el discurso de la igualdad material y de la diferencia concebida como distancia entre la posición del trabajador y del empleador.

Dice Hepple[23] que “Las medidas antidiscriminatorias tienen por finalidad que alcancen la igualdad los colectivos desaventajados, por ejemplo, las mujeres, las minorías étnicas y las personas con discapacidad. Esto puede denominarse igualdad horizontal entre los trabajadores un empeño relativamente moderno que se remonta a la Segunda Guerra Mundial y al final del colonialismo. Antes, el propósito principal del derecho del trabajo, y de la OIT, era lo que cabe denominar igualdad vertical entre las partes de la relación laboral” y citando a Sinzheimer concluye en esta parte diciendo que el propósito era “garantizar alguna igualdad sustantiva entre el empleador y el trabajador”. El autor agrega que esta dimensión está incorporada en todos los elementos de la Declaración de 1998 de la OIT.

Si los autores clásicos de la disciplina miraron el derecho del trabajo como el instrumento pertinente para el restablecimiento de criterios de equidad e igualdad de los sujetos de la relación laboral,  de modo que se erijan como verdaderos actores[24] y puedan desarrollar un orden jurídico autónomo del estatal (con independencia de si se trata de una autonomía original o derivada, ese es otro debate); si además el sindicalismo había operado en dirección de asegurar la igualdad de condiciones de trabajo; si ello era claramente ordenado hacia un derecho del trabajo estructurador, protector y a la vez legitimador del sistema, hoy el discurso  sobre la igualdad discurre indudablemente por otros carriles. La normativa regional e internacional ha proliferado[25] en despuntar todas las consecuencias que puedan preverse del estallido de la diferencia y del reconocimiento de los “colectivos desventajados”

Por ello en otra parte hemos descrito[26] este proceso como “un verdadero viraje en el enfoque de la igualdad, que pasa a  revestirse bajo el ropaje de la no discriminación, entendida como aquel principio que lleva a excluir todas aquellas diferenciaciones que colocan a un trabajador en una situación inferior o más desfavorable que el conjunto y sin una razón válida o legítima, de acuerdo a la conceptuación que hace Pla Rodríguez. Es significativo que este autor, en la última edición (1998) de su libro sobre los principios del derecho del trabajo, hubiera optado por incluir, en el elenco, a un séptimo principio, justamente el de no discriminación, descartando, de paso, el de igualdad”.

El esfuerzo que desde la OIT se ha desplegado para alcanzar niveles mayores de ratificación de los  CIT Nª 100 y 111 deben verse como una operación a gran escala de afianzamiento del criterio de la diferencia en el derecho del trabajo como no discriminación, desplazando, según ya se dijo, el sentido tradicional de la diferencia entendida como conflicto entre posiciones de poder asimétricas entre trabajador y empleador.


IV. A modo de síntesis.


La postulación de la diferencia entendida como reconocimiento de lo múltiple, de lo diverso, y de la exaltación del subjetivismo extremo ha operado, quizá sin preverlo, como un estallido en el seno de la categoría del trabajo tan extendidamente concebida como unitaria y uniformadora del interés de la “clase”.

A su vez, la solución del consenso  como integrador de las diferencias y de los intereses merced la argumentación y deliberación dialógica ha opacado la diferencia reconocida de capital y trabajo, poniendo en entredicho y recluyendo a las medidas de coacción (como la huelga) por considerarlas obstáculos o elementos que se sitúan por fuera de los presupuestos del diálogo.

Finalmente, el relativismo tuvo su anclaje también en el lenguaje, ya que en los ochenta y noventa se hicieron de uso los términos “diálogo social” e “interlocutores” como sucedáneos de ”negociación” y “sindicatos”.

Se trató de un lenguaje a la medida de la reforma neoliberal y de la dilución de las contradicciones y por qué no, del fin de la ideologías.

Tales transformaciones se situaron en el nivel de los discursos y nunca tuvieron suficiente poder explicativo como para ocultar – y menos suprimir -  el conflicto y la coacción en las relaciones laborales: no es posible dejar de percibir que la “no discriminación” es defendida a ultranza pero sin cuestionar, en última instancia,  el sistema que la hace posible. El discurso de la no discriminación ensambla con la idea de correctivos a las relaciones laborales que no rozan el elemento central de la igualdad material como objetivo o meta del orden jurídico.

En algún caso es necesario reconocer el “uso alternativo” de las normas de no discriminación, como ocurre en la jurisprudencia de las Cámaras de Apelaciones en Argentina, que emplean las normas sobre no discriminación para proteger al activista sindical no amparado por la ley núm. 23551 por no pertenecer a sindicatos con personería gremial.

Pero fuera de estos verdaderos hallazgos de creatividad judicial, en Argentina y Uruguay la regla del consenso no pudo reunir en torno a la mesa deliberativa a sujetos que tienen pendientes cuestiones tan básicas como el reconocimiento de ciertos presupuestos (inexcusables) de la participación, como pueden ser la autonomía o el ejercicio pleno de la libertad sindical. Cuando pudo finalmente dictarse normas sobre negociación, como el caso uruguayo, tales reglas fueron cuestionadas y el acuerdo no pudo alcanzarse siquiera respecto de lo instrumental.

Resta decir por último que si bien la crítica central ha estado dirigida a cierta absolutización del criterio de la no discriminación entre asalariados, hay que dejar en claro que en todo caso la defensa de la igualdad “horizontal” entre trabajadores empleada de manera razonable y sin sobrepasar la diferencia fundamental operante en el mundo del trabajo (trabajador dependiente/dador de empleo), es, en definitiva, una conquista civilizatoria.



* Ponencia presentada en las XXXVII Jornadas de Derecho Laboral de la Asociación de Abogados Laboralistas (Argentina), noviembre 2011.
** Profesor Agregado en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República. Coordinador del Posgrado en Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Secretario de Redacción de la Revista Derecho Social Latinoamérica.
[1] Scavino, Dardo. La filosofía actual. Pensar sin certezas. Paidós, 1999
[2] Los desarrollos del presente capítulo se basan en el artículo del autor: “¿Interlocutores y Diálogo Social o Sindicatos y Negociación? Una pregunta y otras cuestiones sobre ética, derecho, y mundo del trabajo”, publicado en el volumen en memoria de Ricardo Mantero Alvarez, FCU, 2004
[3] Ermida Uriarte, Oscar (2003). “Diálogo social: teoría y práctica”. Rev. Der. Lab. T. XLIV Nº 209

[4] Habermas, Jürgen. (1998) Conciencia moral y acción comunicativa. Barcelona. Península, p. 88

[5] Gadamer, Hans-Georg (1998) En conversación con Hans-Georg Gadamer. Hermenéutica – Estética – Filosofía Práctica. Carsten Dutt (ed). Tecnos, Madrid, p. 27 -28.

[6] Habermas, p. 83
[7] Ob cit. p. 86
[8] Ob cit, p. 118
[9] Ob cit, p. 87
[10] Andreoli, Miguel.( 1993)  “Los límites de la ética del discurso en cuestiones de justicia”. Cuadernos del CLAEH, 2a serie, Montevideo, año 18,  Nº 1-2, p. 45

[11] Garcia Amado, Juan Antonio. (1993) “La filosofía del derecho de Jürgen Habermas”. Doxa – 13, p. 235

[12] Habermas cit. p. 112 - 113
[13] Rebellato, José Luis. (2000)  La encrucijada de la ética. Neoliberalismo, conflicto norte – sur, liberación. Montevideo. Nordan.  2 ed, p. 123.

[14] Rebellato, ob cit. p. 141
[15] Scavino, ob cit. p. 112
[16] Rebellato, ob cit. p. 141
[17] Barbagelata, Héctor – Hugo. (1995)  El particularismo del derecho del trabajo. Montevideo. FCU, p. 17

[18] Mouffe, Chantal. (2003).  La paradoja democrática. Barcelona. Gedisa, p. 117

[19] Rebellato, ob cit. p. 141
[20] Bourdieu, Pierre. (2000) Poder, derecho y clases sociales. Palimpsesto. Bilbao, p. 95

[21] Capón Filas, Rodolfo. (1979) Derecho Laboral. Bs.As. Platense.

[22] Alonso Olea, Manuel (1994).  Introducción al Derecho del Trabajo. Madrid. Civitas.


[23] Hepple, Bob. (2001)  “Igualdad, representación y participación para un trabajo decente”. Revista Internacional del Trabajo, vol. 120 núm. 1, p. 12 - 13

[24] Y no meros partiquinos, como dice Barbagelata en “Los actores de las relaciones laborales”, en el volumen El particularismo, ya citado.
[25] Fernández López, María Fernanda (2007).  “La prohibición de discriminación en el marco internacional y en el derecho de la Unión Europea”. Revista de Derecho Social Latinoamérica, num. 2

[26] Barretto Ghione, Hugo (2008) “El derecho a la igualdad y la no discriminación en el derecho del trabajo.  Una revisión crítica”. Revista Derecho Social Latinoamérica, núm. 4 -5, p. 37

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