Marzo de 2015
Señoras y señores, querida familia, estimado Rafael Morcillo López,
director de la FILEY, estimado Jurado del Premio José Emilio Pacheco a la
Excelencia Literaria, distinguida profesora Sarah Poot-Herrera, distinguidos
anfitriones meridenses, queridas Cristina Pacheco y Cristina Ruvalcaba, querido
Rafael Tovar y de Teresa, querida Elena Poniatowska, queridos Vicente Quirarte
y Elizabeth Corral:
“No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.”
Así dice uno de los poemas más hermosos y valientes que conozco, su
autor es José Emilio Pacheco. En seguida el poeta agrega:
“Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente, puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.”
En esta ocasión, en la que vengo aquí, a Mérida, a aceptar y recoger un
premio literario que lleva tu nombre, José Emilio, quiero aprovecharla para
decirte algunas cosas, a ti que fuiste mi amigo y mi colega durante tantos años
y sobre todo que fuiste un gran poeta por mí admirado, mi querido vate.
Quiero decirte que yo también amé a tu manera a esa patria de los
cuantos bosques y ríos y de la ciudad monstruosa que fue tu cuna y la mía.
Quiero decirte lo que tú ya sabes: que hoy también me duele hasta el
alma que nuestra patria chica, nuestra patria suave, parece desmoronarse y
volver a ser la patria mitotera, la patria revoltosa y salvaje de los libros de
historia.
Quiero decirte que a los casi ochenta años de edad me da pena aprender
los nombres de los pueblos mexicanos que nunca aprendí en la escuela y que hoy
me sé solo cuando en ellos ocurre una tremenda injusticia; sólo cuando en ellos
corre la sangre: Chenalhó, Ayotzinapa, Tlatlaya, Petaquillas…¡Qué pena, sí, qué
vergüenza que sólo aprendamos su nombre cuando pasan a nuestra historia como
pueblos bañados por la tragedia!
¡Qué pena también, que aprendamos cuando estamos viejos que los
rarámuris o los triques mazatecas, son los nombres de pueblos mexicanos que
nunca nos habían contado, y que sólo conocimos por la vez primera cuando fueron
víctimas de un abuso o de un despojo por parte de compañías extranjeras o por
parte de nuestras propias autoridades!
Parece mentira, José Emilio, que hayan pasado tantos años y todavía no
hemos aprendido a no mancillar ese fulgor abstracto que alimentaba nuestra
pasión por la patria.
¡Qué pena, sí, qué vergüenza!
Querido José Emilio: no me preguntes cómo pasa el tiempo; hace poco más
de un año que te fuiste y no tuve oportunidad de hablar contigo de tantas cosas
como hubiera querido. He sido un mal lector de tu obra y me arrepiento. Pero
ahora estoy dispuesto a llenar este vacío con el recuerdo de tus palabras, de
tu presencia y de tu lucidez. Nunca como hoy día me pregunto qué hicimos, José
Emilio, de nuestra patria, a qué horas y cuándo se nos escapó de las manos esa
patria dulce que tanto trabajo les costó a otros construir y sostener. ¡Ay,
José Emilio! Sí, dime cuándo empezamos a olvidar que la patria no es una
posesión de unos cuantos, que la patria pertenece a todos sus hijos por igual,
no sólo a aquellos que la cantamos y que estamos muy orgullosos de hacerlo:
también a aquellos que la sufren en silencio.
Tú mismo lo dijiste: los pobres, tarde o temprano ellos, en masa,
heredarán la tierra. Tú nos invitaste a admirar su paciencia. Pero… ¿hasta
cuándo, José Emilio, hasta cuándo? Ese día no parece llegar nunca: el
Apocalipsis, como tú dices, todavía tiene que dar paso a varios comerciales y
el centauro y el unicornio no han resucitado aún.
Cuando me enteré que había sido honrado con el premio que lleva tu
nombre, José Emilio, una andanada de recuerdos se me vino encima. Éramos muy
jóvenes y teníamos toda la vida por delante y toda la patria también… ¿Pero qué
patria dime, la de nuestros padres, la de nuestros abuelos o la sola patria
nuestra?
Éramos jóvenes, sí, y teníamos una enorme responsabilidad que cumplir:
la de cuidar el patrimonio que habíamos heredado y cuya integridad se ha visto
amenazada tantas veces. Dime, José Emilio: ¿cumplimos? Hoy que el país sufre de
tanta corrupción y crimen, ¿basta con la denuncia pasiva? ¿basta con contar y
cantar los hechos para hacer triunfar la justicia? ¿Es ético aceptar premios
por nuestra obra y limitarnos a agradecerlos en público, como lo hago en estos
momentos? No lo sé. Pero vale la pena plantear si nuestra posición sirve para
algo.
“Algo se está quebrando en todas partes”, decías en uno de tus poemas.
Algo, sí, mi corazón ante todo lo que sucede a nuestro alrededor, y se quiebran
mis palabras, ¡Ay, José Emilio yo no sé para qué me meto en estos bretes, si
bastaría acudir aquí y aceptar el premio! Pero no puedo quedarme callado ante
tantas cosas que se nos han quebrado. ¿Qué se hizo del México post-68? Qué
proyecto de país tenemos ahora… ¿Qué proyecto tienen quienes dicen gobernarlo?
Me permito citarte una vez más, “conozco tu país —decía el gringo— pasé una
noche en Tijuana / éstas son las palabras que me sé de tu idioma: / puta,
ladrón, auxilio, me robaron”. ¿En qué se diferencian estas palabras de
“político, autoridad, socorro, me extorsionaron”?
¡Ay, José Emilio!: ¿Qué hemos hecho de nuestra patria impecable y
diamantina? Insisto, José Emilio: no me preguntes cómo pasa el tiempo. Lo que
te puedo y quiero decir ahora es que estoy viejo y enfermo, pero no he perdido
la lucidez: sé quién soy, quién fuiste y sé lo que estoy haciendo y lo que
estoy diciendo. Lo único que no sé es en qué país estoy viviendo. Pero conozco
el olor de la corrupción; dime José Emilio: ¿A qué horas, cuándo, permitimos
que México se corrompiera hasta los huesos? ¿A qué hora nuestro país se deshizo
en nuestras manos para ser víctima del crimen organizado, el narcotráfico y la
violencia?
¡Ay, José Emilio! ¿De qué nos sirve recoger aquí y allá premios y
reconocimientos mientras nuestro país se desprestigia ante los ojos del mundo…
mientras México se mexicaniza para estar de acuerdo con sus películas y las más
negras de sus leyendas?
¡Ay, José Emilio! ¿Qué vamos a
hacer, qué se puede hacer con veinte y tres mil desaparecidos en unos cuántos
años? ¿O son veinte y tres mil cuarenta y dos? ¿Y cómo sabemos quienes son
culpables? ¿O vamos a fabricar culpables por medio de la tortura, como es
nuestra costumbre?
¡Ay, José Emilio! No sé qué más decirte. No sabes qué triste estoy.
Acepto el premio que tiene tu nombre, porque sé que se me da de buena fe, no
sin antes subrayar que lo más importante en la vida no es recibir galardones
—aunque se merezcan— sino denunciar las injusticias que nos rodean.
Te hablo José Emilio, desde luego en español, la lengua que nos fue
impuesta a sangre y fuego por los conquistadores, y que ahora es tan tuya y
mía, como lo es de cualquier habitante de España misma, pero creo que también
es una vergüenza que tengamos que vivir muchos años para enterarnos de la
existencia de más de sesenta lenguas en nuestro territorio, por ejemplo el
wixárica o kickapoo, cada vez que el grupo indígena que habla una de esas
lenguas, sea víctima de un despojo, de un ultraje a la sacralidad de su
territorio, o cuando el río o los ríos que lo sustentan se vean contaminados
por una empresa minera o por la irresponsabilidad de las autoridades, o por la
fracturación salvaje en busca de petróleo o gas shale que amenaza con
consumir millones de litros de sus reservas acuáticas.
No me queda José Emilio sino despedirme y para ello utilizaré la segunda
lengua que se habla en esta hermosa ciudad anfitriona de Mérida: el maya.
Gracias, José Emilio y gracias a todos ustedes, espero que nos
encontremos una vez más cuando nuestro país sea de nuevo nuestro.
Y por si acaso mis palabras no hayan sido suficientemente explosivas,
termino con una auténtica bomba: “En la esquina de un estanque / había un sapo
/ lo quise agarrar / pero se me escapó”.
Gracias.