Hugo Barretto Ghione[1]
(publicado en La Diaria el 9.8.2023:
https://ladiaria.com.uy/opinion/articulo/2023/8/para-que-se-hacen-las-huelgas-un-viaje-a-la-semilla/
Difícil
encontrar una expresión de empleo corriente que convoque a opiniones tan
contrarias y a la que se atribuya significados tan distintos como pasa con la
palabra “huelga”.
Para
unos, se trata de un derecho conquistado tras luchas sociales y políticas dirigidas
a asegurar condiciones laborales dignas que permitieron reconocer al “factor”
trabajo frente al interés predominante del beneficio empresarial y el vaivén
del mercado. Para otros, en cambio, la huelga es una especie de patología o
disfunción social que atenta contra la producción, la población, la estabilidad
y el interés de la nación. Hay también quienes se sitúan en un plano ideológico
pretendidamente más refinado, y postulan que las huelgas son una rémora
obsoleta de contradicciones ya superadas entre trabajadores y empleadores disueltas
por el wind of change de fines de los años ochenta del siglo pasado.
La
palabra huelga es conflictiva, tanto o más que el conflicto que designa.
En
los discursos oficiales de estos días aparecen algunas aristas de esta
controversia. Su recurso retórico es conocido: ante cualquier huelga se
comienza por admitir el derecho que asiste a los trabajadores, pero a renglón
seguido se dice que la medida es inadecuada o excesiva o que cuestiona la
autoridad o que tiene carácter político. O todo a la vez.
En
definitiva, se trataría de un derecho fundamental de las personas, cuya
efectividad esta constitucionalmente asegurada (art. 57°) pero que, vaya cosa, se
ejerce siempre de mala manera.
El argumento de autoridad
Una
de las objeciones sobre la que han insistido recientemente autoridades de la
enseñanza y jerarcas ministeriales es que la huelga no puede cuestionar la
autoridad del empleador, en tanto la ciudadanía les habría encargado la potestad
de gestionar todo.
La
molestia no es nueva. Esa misma inquietud de los jerarcas del gobierno y de
muchos empleadores del ámbito privado por
sentir cuestionada su autoridad por las huelgas no debe ser muy distinta a la
que padeció el faraón Ramses III en el año 1155 a.C. cuando un grupo de
artesanos se negó a continuar trabajando en el Valle de los Reyes en reclamo de
mejores condiciones de vida y trabajo según se relata en un papiro de la época
conservado en el museo egipcio de Turín.
Hay
al menos dos razones sustantivas para oponer a este punto de vista secular. En
primer lugar, hay que entrever que toda huelga se hace en rechazo a una
decisión adoptada por quien detenta una posición de poder, casi siempre el
empleador directo. Esto inevitablemente implica un grado variable de
desconocimiento, no de la autoridad en general, pero sí de la legitimidad de
cierta medida, como puede suceder una reestructura con pérdida de empleos,
afectaciones de la profesionalidad, sanciones
que se perciben como injustas, incumplimiento de condiciones de salud y
seguridad, cuestiones salariales, etc.
La huelga no se hace para agradar al
empleador, sino para manifestar y hacer valer el reconocimiento de la parte
laboral y su interés propio y distinto.
Sostener
que las huelgas nunca deben cuestionar la autoridad no es un buen punto de
partida para establecer un diálogo entre iguales.
Esto
nos lleva a una segunda razón: si la posición oficial sostiene que las huelgas
no deben cuestionar la autoridad, es porque se concibe que en el ámbito de la
empresa o de la institución hay una rígida división entre quienes mandan y quienes
obedecen. Los primeros estarían amparados en su hacer por el dogma de la
infalibilidad.
Una
cosmovisión de ese tipo es obsoleta de verdad. Supone el absolutismo del poder
y que la racionalidad está solo de un
lado.
Aunada
con este tipo de enfoques, se aduce que
la huelga es excesiva por el perjuicio que ocasiona. Así como no hay modo de
hacer una huelga que no sea para resistir decisiones u omisiones de un
empleador, tampoco hay modo de hacer una huelga que no provoque molestias. Es
más: para eso que se hacen y el Comité de Libertad Sindical de la OIT lo dice
con total claridad cuando en sus dictámenes indica que “las huelgas por
naturaleza, ocasionan perturbaciones y costos” (Recopilación de decisiones,
pár. 755).[2]
Si
pudiera medirse, uno podría decir que cuantos más discursos contrarios desata
una huelga, más efectiva resulta.
Con
esto no quiere significarse que el debate sobre el tipo de movilización esté
clausurado y que todas las medidas sean pertinentes y que la huelga no tenga
límites. El problema está en que un discurso oficial tan previsible y monocorde
genera sospecha de estar flechado, poniendo obstáculos para la salida de los
conflictos.
Los sindicatos y la política
Además
del argumento de autoridad, las huelgas son también descalificadas por
adjudicárseles un objetivo meramente político. Así un reclamo sindical contra
una norma presupuestal, una propuesta educativa o una reforma de la seguridad
social se considera como una intrusión en política. El movimiento sindical
debería en esos temas vitales mirar para el costado.
La
OIT ha expresado de manera reiterada que “los intereses profesionales y
económicos que los trabajadores defienden mediante el derecho de huelga abarcan
no solo la obtención de mejores condiciones de trabajo o las reivindicaciones
colectivas de orden profesional, sino que engloban también la búsqueda de
soluciones a las cuestiones de política económica y social y a los problemas
que se plantean en la empresa y que interesan directamente a los trabajadores”
(Recopilación de Decisiones, pár. 758). La cita es pródiga en diversificar el
abanico de intereses que pueden ser defendidos por los trabajadores y sus
organizaciones, por lo cual obtura, a nuestro juicio, toda posibilidad de
restringir la finalidad de la huelga a la inmediatez del salario y el empleo.
La democracia tiene una dimensión económica y
social que demanda que las organizaciones intermedias puedan reflejar el
pluralismo de opiniones e intereses existentes, sin estrechar el horizonte de
sus expectativas.
Un
último rebote de esta restricción han sido las medidas disciplinarias impuestas
a trabajadores de la enseñanza pública que manifestaron su rechazo a un proyecto
de reforma constitucional, caso respecto de la cual recientemente la OIT ha expresado su
preocupación a efectos que las sanciones “no tengan hacia el futuro un efecto
disuasorio sobre la acción de las organizaciones sindicales en situación que
involucren la defensa de los intereses de sus afiliados” (Informe del Comité de
Libertad Sindical en el caso 3420, pár.
644) .
La
discusión planteada en el parlamento acerca de si el dictamen es obligatorio o
no desplazó lo realmente importante, que es el pedido de la OIT al Gobierno
nacional que “asegure de la existencia de un equilibrio razonable entre la
obligación de neutralidad política de
los docentes públicos en el ámbito educativo establecida por la Constitución del
Uruguay y el derecho de las organizaciones de docentes a expresar sus opiniones
sobre cuestiones económicas y sociales que puedan afectar a sus miembros y a
poder difundir las mismas en el lugar de trabajo, teniendo en cuenta la
necesidad de no menoscabar la educación de los niños y que tome las eventuales
acciones necesarias a ese respecto” (pár. 653).
La
recomendación debería conducir a ponerse a resguardo de cualquier rápida
calificación de “proselitismo” cuando los sindicatos hacen público un parecer
sobre políticas que tienen que ver con su profesionalidad o cuando ejercen su
libertad de expresar opiniones sobre asuntos que de algún modo les conciernen.
Tomarse
“los derechos en serio” como se denomina un libro clásico del derecho
norteamericano implica en estos casos
entrar en el juego fino del análisis de los derechos ciudadanos de todos y los
laborales de los/as trabajadores/as, lo cual impone descartar de plano la inmediata
tentación de la autoridad de someter los desencuentros a los procedimientos
disciplinarios, laberinto del que luego es difícil salir.
Alguien
podrá decir que esta nota no es otra cosa que un inventario de obviedades, con
un título prestado, en parte, de un relato de Alejo Carpentier. Pero el recurso
al “viaje a la semilla”, o sea, la vuelta a las explicaciones más llanas, es
preferible a correr el riesgo del olvido o la distracción.