Hugo Barretto Ghione*
Todos saben que las relaciones
de trabajo en la empresa ligan a dos sujetos que ostentan posiciones desiguales.
Uno, tiene necesidad de obtener un ingreso
(no es autosuficiente) y ofrece libremente
su energía de trabajo, ya no es siervo ni esclavo; el otro, una persona física
o jurídica, le retribuye salarialmente y se queda con el resultado del trabajo.
Algunos ven un contrato en esta relación.
Al pagar, se le reconoce al
empleador el derecho de organizar y disciplinar
la conducta del trabajador durante un tiempo diario, aunque en el trabajo en
plataformas ese tiempo pueda ser casi todo el día.
La necesidad de trabajar en el
marco de una organización que dirige y ordena el empleador sintetiza muy bien
el lugar que ocupa el poder en esa relación: está esencialmente concentrado en
el patrón, que es quien contrata, controla y eventualmente puede hasta
sancionar y despedir al trabajador. Esta centralización de la autoridad puede
hacer pensar que se trata de un poder absoluto, pero la legislación laboral y
la actividad sindical fungen como contrapesos direccionados a limitar la deriva
arbitraria que puede asumir el poder del patrón.
Pero no son estas las únicas
cortapisas a la autoridad del empleador: el funcionamiento del poder al
interior de cada relación de trabajo es más complejo que este esquema un tanto
simplificado.
La película “El empleado y el patrón”, de Manuel
Nieto (coproducción de 2021) muestra precisamente la plasticidad y la variabilidad
de la distribución del poder en la empresa, plasmada en gestualidades que
suelen ser imperceptibles; en la modulación para la amortiguación o
aceleramiento de los conflictos; en el continuidad de las rutinas de trabajo y los
saberes en detalle del funcionamiento de las máquinas; en los intersticios de
la organización del trabajo; en los pliegues y vicisitudes de las relaciones entre
los trabajadores/as y con el personal “superior”; en el valor que adquiere el
conocimiento de la vida privada como elemento de manejo de las subjetividades,
etc, todos componentes de las relaciones que se traban de manera singular en
cada caso y que operan por debajo de esa indiscutida ecuación social y económica
fundamental fuertemente jerarquizada, sostenida por el derecho de propiedad y
la libertad contractual.
Este conjunto de secretos de
la vida interior del proceso de trabajo configura la oportunidad de hacer valer
bidireccionalmente “micropoderes” de parte del empleado y el patrón, que a
menudo permanecen ocultos, opacados tras los derechos y obligaciones típicos
del contrato de trabajo, predeterminados por un marco jurídico homogéneo.
Sin poner en entredicho el
poder económico y social del empleador, los micropoderes en la relación de
trabajo tienen un papel gravitante en el modo de cómo se constituyen las
relaciones singulares de cada empresa y aún en cada vínculo laboral. Quedan solo
al descubierto cuando en la prueba testimonial de un litigio laboral el/la juez
debe inmiscuirse e indagar en la forma de cómo sucedieron ciertos hechos, ingresando
así al ámbito doméstico de la trama de vínculos en la empresa. Por otra parte,
la emergencia de los llamados “derechos inespecíficos” en la relación de
trabajo (o sea, derechos que tienen que ver con la dignidad, intimidad,
dignidad libertad de las personas) han puesto el foco, por ejemplo, en ciertas
conductas que hoy se conocen bajo la denominación de “acoso” que sacan a superficie
mecanismos que eran utilizados secularmente en esa zona viscosa de las
relaciones interpersonales en el trabajo.
Ubicados en ese rango del
ejercicio de los micropoderes en la relación laboral, la película dispara una
serie de significaciones interesantes.
En primer lugar, el mercado de trabajo parece ser esquivo
para Rodrigo, que administra la propiedad de su padre, un terrateniente con
negocios variopintos. El patrón debe desplazarse a lo profundo del interior del
campo – cruza sucesivas tranqueras, alambrados, cursos de agua, etc, en una
especie de búsqueda laberíntica del factor trabajo, el que finalmente encuentra
personificado en Carlos, un joven
taciturno, que está haciendo una labor rutinaria y elemental como cavar un
pozo.
Los derechos y obligaciones
del “contrato” que se pacta mediante la intermediación del padre el trabajador
no se explicitan, salvo en lo que hace a la calificación profesional que se
requiere para la tarea comprometida: capacidad para conducir un tractor en la
cosecha de soja. En el acuerdo que da inicio a la relación de trabajo conviven
las formas tradicionales de contratar (el padre de Carlos fue empleado del
padre de Rodrigo) con modernos requerimientos formativos para manejar la tecnología
de un establecimiento rural.
Seguidamente, el patrón
trasladará hacia la estancia a Carlos, quien se ubica en la caja de la
camioneta, pese a que la cámara se ocupa sagazmente, aunque casi de soslayo, en
mostrar que hay lugar en la cabina junto al patrón, conductor del vehículo.
Además de marcar visualmente la
diferencia de clases entre quien conduce y quien pasivamente “se deja” conducir,
el empleado queda confinado al lugar de las cosas, de las herramientas de
trabajo, de la carga, de los objetos, en una cosificación del trabajo propio de
su consideración como mercancía.
Hay por tanto un rápido
tránsito desde la demanda imperiosa de mano de obra, para lo cual debe el
patrón atravesar el variopinto paisaje rural, hasta la igualmente rápida
cosificación del trabajador al ser trasladado entre los objetos más las pocas y
ásperas obligaciones que le dicta el encargado al llegar a la estancia.
Se cristaliza de esa manera una
ida y vuelta de los micropoderes en la relación laboral, ya que queda en claro
que el patrón inicialmente depende de
la contratación del empleado pues es quien le posibilitará realizar la producción,
obtener un beneficio económico y alcanzar el reconocimiento de su autoridad. La
debilidad del empleado, a su vez, radica en trabajar para otro y someterse a la
imposición disciplinaria del patrón.
Pero no obstante ese planteo, el
empleado domina algunos resortes que, sin recomponer ninguna forma de igualdad
en la relación de trabajo, de alguna manera pueden tensionar el ejercicio del
poder por el patrón, sin cuestionarlo abiertamente. No hay intención de
revuelta en Carlos, el empleado. Pero en otros casos, la dialéctica del poder
en la relación de trabajo puede hasta re/direccionarse, como ocurre en “El
Sirviente” (1963) de Joseph Losey, film emblemático sobre la sutileza y la exasperación
de las expresiones de poder en la relación de trabajo.
La necesidad del
reconocimiento y del ejercicio de la autoridad por el patrón puede entrar en pequeñas
crisis a partir de los micropoderes que eventualmente despliegue el empleado,
aun desde su posición de debilidad, nota que se acentúa en el filme, dado que
se trata de un trabajador rural y de su esposa que en algún momento asume
tareas domésticas en la estancia.
Estas modalidades
contractuales de trabajo, que son claramente las más alejadas al conflicto
industrial que dio origen a los contrapoderes colectivos, tienen sin embargo
una gran potencialidad para jugar el partido del micropoder y el conflicto
asordinado. Buen ejemplo de ello es la disputa por la tenencia en brazos del
hijo del patrón por parte de la empleada doméstica, primero amenazante y luego desencadenante
del drama final, producto quizá del resentimiento o del dolor por la muerte de
su pequeño hijo, o por ambas razones.
Obsérvese por un momento el
juego dialéctico de ambigüedades: por un lado, máxima sumisión a la voluntad
del empleador en dos trabajos excesivamente individualizados y precarizados (el
doméstico y el rural), que llegaron tarde a ver conquistados derechos básicos como
al salario mínimo y la limitación de la duración del trabajo, y con extremas dificultades de representación
colectiva, lo cual acentúa el poder del patrón; pero por otro lado, concomitantemente,
formas de proximidad a la cotidianeidad de la vida en el establecimiento rural,
que habilita a Carlos y su esposa a encontrar resquicios de poder en esa
cercanía, que puede llegar a ser perversa.
De modo más general, conviene
advertir que la fortaleza del padrón radica en la obtención del reconocimiento
de su jerarquía y del ejercicio de su autoridad, factores que se materializan
merced a la debilidad del empleado.
Pero cuando la debilidad puede
trastocarse cuando se transforma en energía colectiva a través de la
organización sindical. El reconocimiento y la autoridad se ven conmocionados
por la inseguridad que ocasiona la huelga, y con mayor razón, la ocupación de
los lugares de trabajo. La interrupción del trabajo no sería demasiado grave si
se la mirara en el conjunto de otras situaciones corrientes que obstaculizan o rompen
la secuencia de la producción como puede ser la rotura de una máquina, o la
inclemencia del tiempo en ciertas actividades. Lo que verdaderamente sucede con
la huelga es que tiene un efecto revulsivo que se traduce en una cierta “desobediencia”
del colectivo de trabajadores, que pone momentáneamente en cuestión la autoridad
y la normalidad, lo cual adquiere una dimensión casi podría decirse que “óntica”.
El impacto más importante de la huelga es simbólico más que económico.
En el filme de Nieto la
actividad sindical aparece sin embargo como subtexto o telón de fondo. Cuando
en el accidente del tractor muere el hijo del empleado, es el sindicato – no queda
en claro convocado por quien – el que desata la denuncia por responsabilidad
penal empresarial y genera un nuevo vuelco del sistema de micropoderes de la relación
de trabajo: primero en el afán por identificar quien hace la denuncia y luego
para encontrar vías de “arreglo” de la situación.
El arreglo parece venir,
justamente, no de una negociación con el sindicato (que sin embargo también ocurre)
sino del planteo extorsivo del empleado con el objetivo de correr un raid con
un caballo del patrón valorado en U$S 200.000.
La muerte se interpone
nuevamente en el destino del empleado, que protagonizó el drama de su pequeño
hijo y ahora sacrifica al caballo blanco del patrón, luego de una caída causada
por su distracción. Todo parece simbolizar que la posibilidad de libertad de
los pobres se encuentra sustantivamente obturada, tanto mediante el trabajo
subordinado como en el azar de una competencia.
La escena final, sin embargo,
puede ser entendida como que todo deviene en una pausa tras las distintas
direcciones que toman Rodrigo, que se aleja en su camioneta, y Carlos, que
queda en su rancherío. Como sucede en el boxeo, transcurrido un round, cada
luchador vuelve a su rincón para luego recomenzar de nuevo, con resultado abierto.