Hugo Barretto Ghione
Comienza a
aparecer cierto consenso entre los analistas acerca que la pandemia trastoca
certezas y cuestiona fuertemente modos de vivir y de producir previos a su
aparición.
Sería no
obstante casi frívolo decir que la pandemia puede tener un efecto positivo en
cualquier orden de la actividad humana, pero lo que sí resulta plausible afirmar
es que el virus parece haber contaminado
ciertas verdades que hasta hace poco se iban asentando como sentido común hasta
configurarse como dogmas. Las grandes crisis operan como puntos de quiebre
históricos, y esta que nos obliga a aislarnos y casi a vestirnos como El
Eternauta para salir de casa, seguramente tiene ese distintivo.
La quietud
nos acelera, valga la paradoja, y en parte ese confinamiento obligado dispara
estos apuntes, destinados a revisar algunas de esas certezas que hasta hoy eran
parte del discurso hegemónico. Nos referimos básicamente, y a resguardo de
otros desarrollos, a la necesidad de protección del trabajo autónomo, a la ecologización
del trabajo, a la causalidad del despido y a la valoración de las organizaciones intermedias como
instrumento de representación de intereses legítimos de diversos sectores
sociales.
1.
Uno de los
tópicos que no se sostienen después del impacto de la pandemia es haber
recluido el debate acerca de la renta
básica universal al solo reducto de la academia, como si se tratara de un
objeto destinado únicamente a ser materia de tesis de doctorado, ponencias de
congresos y publicaciones en revistas especializadas, incapaz de dialogar con
las necesidades de lo real.
La falta de
protección social de los trabajadores
autónomos e informales ha quedado rápidamente en evidencia con los
reclamos de feriantes, artistas callejeros, conductores que trabajan con base a
aplicaciones y vendedores ambulantes,
que han requerido se les otorgue una prestación social que cubra la pérdida de
ingresos. El reclamo deja al descubierto la precariedad de esa categoría de
trabajadores, crecida al impulso de las plataformas de servicios de restaurantes
y venta de productos. La discusión en
torno al tipo de relación contractual que celebran y el tipo de derechos que
debería asistirles es barrida por la urgencia de asegurar las prestaciones de
enfermedad, desempleo, etc.
Cualquier
discusión en el futuro de reforma de la seguridad social no debería prescindir
en su agenda de incluir el tratamiento de la renta básica universal como una
alternativa a estudiar en profundidad en cuanto a su viabilidad como política
social y tributaria.
En
cualquier caso, habrá que disponer de mayores niveles de protección social de
los trabajadores genuinamente autónomos, perfeccionando, además, los dispositivos que permitan marcar las
fronteras con el trabajo dependiente, una materia ciertamente pendiente en la
mayor parte de los ordenamientos jurídicos. La ampliación de los criterios de
diferenciación entre trabajo autónomo y dependiente se impone, asumiendo definitivamente
que la inclusión de un trabajador en el entorno de una organización
empresarial - como ocurre con los
conductores de servicios prestados mediante plataformas informáticas - es de por sí suficiente para incluirlo como
dependiente, según han avanzado los pronunciamientos judiciales (al respecto,
cabe recordar la sentencia reciente
sobre UBER de una juez laboral en nuestro país y el fallo de la Corte de
Casación Francesa en el mismo sentido, entre otros muchos).
Lo que está
en juego, queda visto en esta crisis, es la necesidad de protección ante la
dependencia económica de una persona que tiene como único o principal ingreso
el producido por su trabajo, prestado ya sea de forma autónoma o mediante
formas más o menos encubiertas de subordinación laboral, y la solución debe
darse por el lado de instrumentos de política social o recaer en el sujeto que
más cercanamente se beneficia del trabajo ajeno. No se aprecia otra
alternativa.
2.
Esta
pandemia de origen desconocido, que bien parece un tema propio de Black Mirror,
pone también en blanco sobre negro el riesgo que significa para la vida humana
soslayar que en el futuro toda discusión sobre el desarrollo y el trabajo
humano deba hacerse desde la perspectiva de la ecología del trabajo y bajo la
premisa que la sostenibilidad ambiental, la inclusión social y la promoción de
los llamados empleos verdes es el
componente esencial de toda iniciativa empresarial.
La OIT nos recuerda que desarrollo sostenible
es “aquél que permite satisfacer las necesidades de la generación actual sin
restar capacidad a las generaciones futuras para satisfacer las suyas. El
desarrollo sostenible abarca tres dimensiones — la económica, la social y la
ambiental — que están interrelacionadas, revisten igual importancia y deben
abordarse conjuntamente” (Directrices de política para una transición justa
hacia economía y sociedades ambientalmente sostenibles para todos, 2016), para
lo cual “Las políticas de los ministerios de economía, medio ambiente, asuntos
sociales, educación y formación, y trabajo deben ser coherentes entre sí a fin
de crear un entorno propicio para que las empresas, los trabajadores, los
inversores y los consumidores acepten e impulsen la transición hacia economías
y sociedades incluyentes y ambientalmente sostenibles”.
La cuestión dista de ser sencilla, obviamente,
pero sin ánimo alguno de grandilocuencia, es clave para el futuro de la
humanidad.
3.
Las relaciones
laborales se han visto fuertemente impactadas por la pandemia, pero no
solamente por las consecuencias del aislamiento más o menos compulsivo y la
consiguiente disminución de la actividad económica, sino porque en las salidas
proyectadas para sortear los problemas más urgentes, se ha recurrido a una
panoplia de soluciones que son frecuentemente demonizadas por los decisores
políticos.
Las
propuestas barajadas por los gobiernos han tomado nota de instrumentos tales como:
a) la
reducción de la jornada, sin que su
consideración comporte el automático rechazo de los sectores empresariales como
hasta hace poco sucedía en las mesas de negociación colectiva;
b) la
regulación del teletrabajo, soslayando el discurso fácil de su implementación mediante
el simple traslado de la oficina a la casa, sino complejizando adecuadamente el
análisis con referencia al control del trabajo, la limitación horaria, el
costo, la interferencia en la vida familiar, etc, al punto que, estimamos, ha
quedado casi todo pronto como para encarar seriamente el abordaje del tema bajo
presupuestos más sólidos que las meras enunciaciones que hasta el presente se
hacían bajo el paradigma de la libertad del trabajador frente a las restricciones
de las normas laborales;
c) se ha flexibilizado el acceso a la otrora ciudadela
inexpugnable de la cobertura de la enfermedad profesional más allá del listado
no totalmente asumido en nuestro país que ha propuesto la OIT; y finalmente,
d)
en algunos países como España e Italia se ha dado curso a la prohibición de los
despidos por razones de fuerza mayor derivadas de la pandemia, una medida mucho
más drástica que la módica ratificación del convenio internacional del trabajo
N° 158 de la OIT que solo habilita la terminación del vínculo bajo la
existencia de causa justificada, módico requisito pertinazmente resistido en
nuestro país por sectores políticos de todos los partidos y del mundo
empresarial.
Todas
nuestras conductas, en todos los
ámbitos, son causadas y en todas nos vemos social o familiarmente constreñidos a dar una explicación de
decisiones y a fundamentar los puntos de vista que sostenemos, salvo,
justamente, si somos empleadores. En este papel, podemos despedir a un
trabajador (que muchos empleadores llaman “colaborador”), privándole de un
derecho esencial como es el derecho al trabajo, con una gramática minimalista:
“no venga más”.
El respeto
y la promoción de los derechos humanos en el trabajo requiere abandonar esa
rémora patrimonialista de las relaciones personales en el seno de la empresa e
ir hacia un margen mayor de diálogo y de equidad, como muestra la medida
extrema asumida en países europeos.
4.
Finalmente,
resta por subrayar la importancia que reviste el involucramiento de las
organizaciones sociales en las tareas de reparto de alimento, insumos de
limpieza y cuidado de las personas en
los barrios montevideanos. Organizaciones no gubernamentales, clubes
deportivos, organismos de base y sindicatos han demostrado un gran compromiso
humanista, ciudadano y solidario con las personas y las familias más
necesitadas.
Hasta allí
toda colaboración parece admisible por el gobierno nacional, pero el problema
radica en que las organizaciones sociales no se han limitado a prestar ayuda,
sino que también se han preocupado de elaborar propuestas de instrumentos de
política económica, social, fiscal y laboral para atender los efectos de la
crisis y superar sus consecuencias recesivas que va sin duda a provocar. Aquí
la mirada hacia ciertas organizaciones sociales cambia y traduce cierto
malhumor desde sectores del gobierno.
La forma de
apoyar los reclamos y plataforma de parte del PIT CNT y la intersocial ha sido
el “caceroleo”, en tanto no era posible hacerlo mediante movilización pública
alguna - como una tradicional marcha o un paro - por razones que son fácilmente comprensibles.
El Gobierno demostró incomprensión y los
medios de prensa oficialistas calificaron muy duramente la medida como antipatriótica
y de medrar con la situación crítica.
La reacción
revela el muy fuerte prejuicio que se tiene desde la visión liberal
respecto de la función de las organizaciones
intermedias. No se aprecia que se trata de verdaderos vehículos democráticos de
expresión de los intereses sectoriales en su diversidad, ya sea desde el ángulo
del trabajo, de las ideologías, las religiones, el género, etc. La existencia
de organizaciones sociales fuertes, genuinas y representativas son un reaseguro
de que la democracia no quede en el ejercicio político de elección quinquenal
sino que alcance una práctica cotidiana en la vertiente social y económica
además que la política.
La
Constitución uruguaya es muy enfática cuando en su art. 57° mandata al
legislador a que “promueva” las organizaciones sindicales, y la incomprensión
que puso de manifiesto el Presidente de la República y el menosprecio que
mostró el diario El Pais en un editorial del 25 de marzo se sitúan muy lejos de
esas directivas de nuestra Carta.
Pero además
de resultar de un mandato constitucional, el reconocimiento de la actividad de
las organizaciones representativas de trabajadores tiene otro costado muy
funcional al sistema de relaciones laborales: al dar curso a los puntos de
vista y de los descontentos de ese colectivo, institucionaliza el conflicto
social y permite el diálogo superador de las controversias entre interlocutores
legítimos. Las organizaciones de trabajadores operan como representantes que a
través de la negociación y el conflicto contribuyen decisivamente a conformar
el entretejido normativo que regula esas relaciones, nunca desprovistas de algún
grado de tensión con el gobierno y los empresarios. Pero la democracia es así.
Por lo
tanto, lejos de verse a la organización sindical como un advenedizo, o como un
adversario oportunista imbuido de un sentido de “lucha de clases”, lo esencial
es que se trata de un interlocutor que reclama un diálogo constructivo en busca
de consensos sociales. El anuncio del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social
de convocar al Consejo Superior Tripartito es una señal muy positiva en la
dirección de superar estos desencuentros.
La pandemia
no tiene rasgo alguno de favor, pero muestra
nuestras asignaturas pendientes.