Publicado en La Diaria, en:
Hugo Barretto Ghione*
La respuesta positiva al interrogante
del título puede ser motivo futuro de controversias judiciales y obligar a los
jueces laborales a tomar determinaciones que involucran menos aspectos
normativos que morales y de concepción más general de lo social, aunque los
abogados, los mismos magistrados y otros operadores del mundo del trabajo no lo
reconozcan así y se abroquelen tras el canon de que están simplemente
interpretando y aplicando la Ley.
La presente nota pretende
justamente trasparentar esas dimensiones a veces incómodas.
La salud, la educación y el
trabajo parecen ser los territorios donde la pandemia impacta de manera más preocupante en consideración de la mayor parte
de la gente, y la doble circunstancia del aumento de los casos y a la vez, el
sostenimiento de la consigna “libertad
responsable” ha generado una inquietante
sensación de distanciamiento (para usar una palabra que el COVID 19 ha hecho corriente)
y desajuste entre las urgencias de la realidad y la política implementada en la
materia.
En este panorama, la vacunación emerge como la variable clave con
potencialidad para alterar en el mediano plazo esa cierta caída libre de contagios en que estamos sumidos y
recomponga, habrá que saber cuándo y en qué condiciones, la vida de relación,
cuya interrupción comporta una paralela pandemia
en sordina, que afecta por igual las afinidades y los estados anímicos de las
personas.
Un costado interesante de
análisis de este proceso ha sido indagar en los fundamentos de esta concepción
de la “libertad responsable”, que se aproxima a la denominada “libertad negativa”,
o sea, la inexistencia de restricciones o condicionamientos externos a la
voluntad y el actuar individual, que puede desplegarse con total autonomía. De
esta parcial noción de la libertad y sus limitaciones nos hemos ocupado de
manera más general desde las páginas de La Diaria[1].
El mantenimiento de ese dogma liberal
a rajatabla no ha sido posible, y obedeciendo a cierta actitud espasmódica, el
Gobierno nacional ha debido recurrir a instrumentos de control y represión de
las “aglomeraciones” mediante una normatividad que será prorrogada en el
Parlamento en estos días. El quiebre está agudizado además por lo complejo que
resulta dotar de un sentido preciso al término “aglomeración”, ya que debe
dirimirse no en la calma del despacho de un jurista sino en medio de la
urgencia de un procedimiento policial. Las aspas del helicóptero se han hecho
también parte del paisaje sonoro y de la vigilancia del espacio público.
Pese a estas probables
contradicciones, la tesis de la libertad responsable se ha afirmado, por
ejemplo, en la decisión de no hacer obligatoria la inmunización, una opción que
confía enteramente la disyuntiva a la esfera privada de las personas, lo que
resulta coherente como principio, pero que ha promovido un debate acerca de si el
empleador puede “mover la perilla” (pedimos prestada la metáfora oficialista) y
exigir la vacunación en el ámbito del contrato de trabajo.
El asunto ha tenido
tratamiento en la prensa y en eventos como el recientemente realizado por ACDE.
En el campo de las relaciones
de trabajo, surgieron opiniones que admitieron que el empleador podía compeler
a la vacunación al dependiente porque pesa sobre sus espaldas la
responsabilidad del cuidado del ambiente laboral y la salud de trabajadores y
hasta de clientes y proveedores, y por tanto la exigencia de la inmunización no
sería otra cosa que el cumplimiento de un deber de diligencia, ante el cual
debía rendirse el derecho la libertad y
autonomía individual del trabajador.
La asunción de este punto de
vista hace que la tan pregonada libertad
responsable tenga una vida breve, ya que no traspondría el umbral de la
empresa, cediendo ante la exigencia del
empleador y su poder de imponer una obligación que no está pautada de manera
general ni particular por expresa opción de las políticas públicas en la materia.
Quienes cultivan el gusto por
los matices han argumentado que si bien el principio es la libertad de las
personas, debía no obstante examinarse la casuística y ponderar si en ciertas
categorías laborales no debería imponerse la obligación de inocularse.
Como en toda excepción, el
riesgo es que se transforme en regla, ya que se parte de actividades como los
cuidados y la enfermería, pero termina alcanzando la docencia, la industria
alimentaria, la recepción y el empaque de casi cualquier mercadería, etc, decantándose
hacia una larga y dudosa serie de trabajos hasta hacerlos coincidir con la
realidad misma, como aquel mapa que de tan detallado, coincidía con la
totalidad del territorio.
En última instancia, el
ciudadano, que es políticamente libre de optar sobre vacunarse o no, se vería
constreñido, en el ámbito de la producción,
a proceder a inocularse si no quiere sufrir consecuencias negativas en
el empleo (suspensiones, traslados, envíos al seguro de desempleo, despido).
El problema es conocido aunque
una pertinaz visión liberal lo excluya bajo el velo de la igualdad formal de
las personas: digamos con claridad que la libertad juega de un modo en el plano
de la política, donde las relaciones entre ciudadanos son precisamente de
igualdad, y de otro modo muy diverso en
el plano de la producción, donde las relaciones entre las personas son
de dependencia económica. En este ámbito,
no alcanza con la “libertad negativa” (no interferir externamente en los
comportamientos de los individuos) sino que debe garantizarse el ejercicio
material de la libertad y sus resultados efectivos.
Dicho de otra manera, la mera
proclamación de una libertad de elegir no vacunarse es insuficiente si no se asegura que las
personas que ejercen dicha opción no tendrán resultados adversos que hagan en
definitiva declinar de su decisión original por presiones de tipo económico
insostenibles e irresistibles.
Pero hay otro sesgo del tema
que no puede quedar sin comentarse.
En un Estado democrático, los
derechos y libertades individuales solo pueden restringirse por ley y en razón
del interés general (art. 7° de la Constitución). El Estado es quien tiene la
llave, a través del instrumento legal, para eventualmente arbitrar y restringir
los derechos fundamentales a través de esa ambigua noción de interés general.
Pero lo que es suficientemente claro es que los particulares no pueden limitar
las libertades individuales en la esfera de sus relaciones privadas.
La atribución de un poder al empleador para
exigir la vacunación (y sancionar su incumplimiento) a un dependiente que
ejerce su libertad de no inmunizarse opera
en los hechos como un ilegítimo sucedáneo del papel del Estado, como si se
produjera una transferencia o derivación de una función esencial desde la
esfera del poder público al privado.
El empleador, cuya función es
esencialmente económica de generar bienes y servicios a través de la
persecución de una utilidad, se trasmutaría en un custodio de la salud pública
por su arbitrio unilateral.
Si los sujetos privados pudieran adoptar
determinaciones sobre cuestiones propias de las responsabilidades esenciales del
Estado, como es la salud pública, podría la historia retrotraerse a la etapa
previa al contrato social, figura ésta que, según el relato clásico de la
modernidad, suprimió la lucha tenaz de los individuos de proveerse de lo
necesario de cualquier forma para hacer posible la vida social mediante el
sometimiento a la autoridad del Estado, representante del interés general.
Si la libertad y la responsabilidad se
ponen de cargo de las personas, luego el poder de quien ostenta una posición
prevalente en lo económico no puede constreñir y violentar la autonomía de esas personas. El Estado es responsable de
abrir el grifo de la limitación de la libertad por la sola consideración del
interés general, y no puede abandonar a las personas a que un tercero decida
por ellas, como si las sometiera a “depender
de la bondad de los extraños”, como decía un personaje de Tennessee Williams.