Hugo
Barretto Ghione*
(Publicado en semanario Brecha https://brecha.com.uy/accidentalidad-laboral-e-inequidad/
)
La imagen
en blanco y negro en claroscuro del interior de la fábrica acentúa el
enclaustramiento y la rutina de las tareas cumplidas por operarios y operarias
al ritmo inclemente de las máquinas. Al cabo de la extensa jornada, el
cansancio se va denotando tanto en la gestualidad de quienes trabajan como en
el recurrente foco de la cámara, puesto en los diversos relojes de pared que
marcan el tiempo de trabajo en una empresa textil turinesa de fines del siglo
XIX. El paneo por máquinas y trabajos y el ruido de la operativa tras nubes de
vapor se alteran por el grito desesperado de un obrero que queda fuera de
cuadro. Se trata de un accidente de trabajo que afecta gravemente a un
trabajador y que fungirá como disparador de una historia que narra la precariedad
de las condiciones de trabajo, la falta de protección social y la génesis del
sindicalismo, la huelga y la negociación en la empresa. El conocido filme (I
Compagni) es de Mario Monicelli (1963), un clásico del cine italiano.
La
película trasparenta ciertos aconteceres de manera ejemplar: el accidente de
trabajo como consecuencia de horarios extenuantes, las malas condiciones de
salubridad, el disciplinamiento extremo y, en el transcurrir del filme, hasta
una temprana denuncia de acoso y discriminación de género. Monicelli ofrece una
verdadera cátedra de tópicos variopintos sobre las relaciones laborales y
encuentra en el accidente la punta del ovillo para explicar la inequidad en el
mundo del trabajo.
Sería una
simplificación atribuir al filme un sentido puramente histórico acerca de cómo
se laboraba en épocas del taylorfordismo. Mirado desde hoy, mantiene un interés
extraordinario no solamente por su calidad artística, sino –y a nuestros
efectos– por su capacidad explicativa sobre la inequidad que está en la base
del contrato de trabajo, una ecuación mediante la cual una parte pone su
energía y su cuerpo en acción mientras que la otra parte se limita a remunerar
monetariamente ese esfuerzo y ese riesgo.
Según
datos de hace unos años de la Organización Internacional del Trabajo, los
accidentes y las enfermedades relacionados con el trabajo provocan anualmente la
muerte de casi 2 millones de personas. Entre los factores de riesgo ocupacional
figuran las largas jornadas laborales y la exposición en el lugar de trabajo a
la contaminación del aire, que incluye sustancias carcinógenas, más riesgos
ergonómicos y ruido. En América Latina y el Caribe los sectores más
expuestos al riesgo de accidentalidad son, coincidentemente, los más
importantes para las economías de la región, como ocurre con la minería, la
construcción, la agricultura y la pesca.
La
distancia sideral de las cargas y los riesgos que soportan el trabajador
(posibilidad de afectaciones físicas y psíquicas que incluyen la muerte) y el
empleador (posibilidad, a lo sumo, de una pérdida patrimonial) se encuentra
socialmente invisibilizada y naturalizada.
Esto
es a tal punto cierto que en nuestro país la adopción, hace diez años, de la
Ley de Responsabilidad Penal Empresarial se vio como un exabrupto, pese a que
solo se dirigía a sancionar conductas que tenían que ver elementalmente con la
omisión a la hora de adoptar «medios de resguardo y
seguridad laboral previstos en la ley y su reglamentación, de forma que pongan
en peligro grave y concreto la vida, la salud o la integridad física del
trabajador» (artículo 1.o).
Antes de
la ley 19.196, a la que referimos, las políticas laborales en materia de salud
y seguridad en nuestro país habían transitado por el carril del incentivo de la
participación y el diálogo social mediante una normativa de apoyo materializada
en decretos sobre comisiones bipartitas de salud y seguridad en el trabajo, de
dispar funcionamiento, y de creación de los servicios de prevención y salud en
las empresas, de demorada puesta en práctica.
La Ley de
Responsabilidad Penal Empresarial dio un giro al crear una figura penal
que entró rápidamente en controversia tanto con sectores refractarios a la
iniciativa en sí como con concepciones de minimalismo punitivista, amén de las
deficiencias de técnica legislativa que le achacaron.
Observada
desde la perspectiva laboral, puede argumentarse en contrapunto que la ley
representó un reforzamiento de las garantías al derecho a la salud y la
seguridad por emitir un mensaje en clave de «coacción psicológica»
anticipatoria de la eventual comisión de un delito, aspecto que, debe
recordarse, también genera polémicas en el campo del derecho penal.
En todo
caso, si pasáramos raya al período, hay que admitir la notoria disminución de
los accidentes de trabajo. De acuerdo a un informe de la Unidad Estadística del
Ministerio de Trabajo y Seguridad Social correspondiente a 2014-2021, se
observa una tendencia a la baja en los accidentes laborales amparados por el
Banco de Seguros del Estado y en los accidentes totales. La disminución ha sido
más pronunciada en los primeros tres años del período relevado, lo cual quizá
pueda interpretarse como un efecto del impacto inmediato de la ley 19.196, y ha
descendido a menor escala en los años subsiguientes hasta 2020, año en que se
registra una baja mayor, sin duda provocada por la contracción de la actividad
laboral producto de la pandemia.
Comparando
2021 con 2014, el descenso de los accidentes alcanza el 27,3 por ciento y el de
fallecimientos (2014-2020) es de 36,2 por ciento.
Trasladar
estos datos al terreno interpretativo acerca de la causalidad de la disminución
de los accidentes es, como se sabe, un asunto espinoso. Así, discernir qué
parte de ese fenómeno debe atribuirse al efecto psicológico desatado por el
punitivismo normativo que inauguró la Ley de Responsabilidad Penal Empresarial
o imputarlo al conjunto de mecanismos de control –que incluye la acción de los
poderes públicos y el desarrollo del sindicalismo en la empresa– no parece
sencillo de verificar.
Una visión
holística se decantaría por proponer como explicación de la reducción del
número de accidentes no solamente la ley penal como efectivo mecanismo
preventivo, sino también la participación propositiva y vigilante de las
organizaciones sindicales en la gestión de la salud y la seguridad en el
trabajo.
Lo que en
cualquier caso no puede desconocerse es que la introducción de una
responsabilidad penal empresarial en nuestro derecho, si bien trasuntó una
radical novedad, generó, sin embargo, una práctica jurídica sumamente ponderada
de parte de los actores del mundo del trabajo y de los magistrados judiciales,
que nunca incurrieron en los excesos que inquietaron a muchos críticos de una
ley que consideraron lesiva de derechos y libertades ciudadanas.
Así como
los agoreros habían pronosticado que la ley de protección de la actividad
sindical conduciría a rigidizar el «mercado de trabajo» mediante una
estabilidad absoluta que convirtiera a las empresas del país en una única e
inmensa oficina pública impedida de despedir, tampoco la Ley de
Responsabilidad Penal Empresarial hizo de los empleadores unos
infractores impenitentes.
Lo que
frecuentemente no se advierte es que las relaciones sociales y las tradiciones
obrantes en el mundo del trabajo resignifican y reconducen con razonabilidad lo
formalmente escrito. Los actores asumen, como se dice en El gran pez,
«ni más ni menos que una versión», no necesariamente acompasada a la
literalidad del texto legal. Después de todo, el derecho es, antes que otra
cosa, el uso que los destinatarios hacen del mismo.
*
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad
de la República.
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