Fragmento del relato “Violonchelistas”
de Kazuo Ishiguro (Nocturnos, ed. Anagrama):
“no hay muchos como
nosotros, Tibor, y nos reconocemos. Que no haya aprendido aún a tocar el chelo
no cambia nada. Tienes que entender que soy una virtuosa. Pero una virtuosa
todavía sin destapar. Tú también, tú
aún no te has destapado del todo, y eso es lo que he estado haciendo estas
semanas. He querido ayudarte a desenterrar esas capas. Pero nunca he pretendido
engañarte. El noventa y nueve por ciento de los violonchelistas no tiene nada
bajo esas capas. Por eso, las personas como nosotros tenemos que ayudarnos.
Cuando nos descubrimos en una plaza atetada de gente, donde sea, tenemos que
tendernos la mano, porque somos muy pocos.
Tibor vio lágrimas en los
ojos de la mujer, aunque su voz no se había alterado en ningún momento. Guardó
silencio entonces y otra vez se volvió para darle el perfil.
-
-- Así que cree ser una violonchelista especial
– dijo Tibor al cabo de un momento -. Una virtuosa. Los demás, señorita Eloise,
tenemos que armarnos de valor y destaparnos solos, como usted ha dicho, siempre
inseguros de lo que encontraremos abajo. Sin embargo, usted, usted no se ocupa
de destaparse. Usted no hace nada. Pero está muy convencida de ser una
virtuosa.
-- Por favor, no te enfades. Sé que suena un
poco chiflado. Pero es así, es la verdad. Mi madre descubrió mi don enseguida,
cuando era pequeña. Por lo menos le estoy agradecida por aquello. Pero los profesores que me buscó a los cuatro años, a los siete, a los once, no eran
buenos. MI madre no lo sabía, pero yo sí. A pesar de ser muy pequeña, tenía ese
instinto. Sabía que tenía que proteger
mi don de personas que, por buenas intenciones que tuvieran, podían destruirlo.
Así que las dejé fuera. Tú tienes que hacer lo mismo, Tibor. Tu don es
precioso.
-
- - Perdone – la interrumpió Tibor, con voz más
amable ahora -. Dice que tocó el chelo de niña. Pero en la actualidad…
-
- - No toco un instrumento desde que tenía once
años. Desde que le expliqué a mi madre que no podía continuar con el señor
Roth. Y ella lo comprendió. Admitió que era mucho mejor no hacer nada y
esperar. Lo fundamental era no deteriorar mi don. Ya llegaría mi hora. Vale, a
veces pienso que se me ha hecho demasiado tarde. Tengo ya cuarenta y un años.
Pero al menos no he puesto en peligro lo que recibí al nacer. Con el paso de
los años he conocido a muchísimos profesores que han dicho que me ayudarían,
pero no les creí. A veces es difícil, Tibor, incluso para nosotros. Esos
profesores, son muy….profesionales,
hablan muy bien, escuchas y al principio te engañan. Piensas: sí, por fin hay
alguien que me ayuda, uno de los nuestros.
Luego te das cuenta de que no hay nada de eso. Y entonces tienes que
endurecerte y cerrar las compuertas. Recuerda eso, Tibor, siempre es mejor
esperar. A veces me siento tan mal por eso, por no haber desvelado aún mi don.
Pero no lo he deteriorado y eso es lo que cuenta".
……………………………………………
La lectura veraniega de uno
de los relatos de Nocturnos, el libro de Ishiguro, nos revela el momento en que el
joven músico Tibor recibe con sorpresa la
noticia que su mentora Eloisa McCormack – a quien suponía una colega experiente
que le escuchaba tocar el chelo y hacía observaciones y comentarios - no había
aprendido a ejecutar el instrumento.
Desde el punto de vista de
la enseñanza de cualquier disciplina – quizá con mayor razón las artísticas y
humanísticas, como el Derecho – lo interesante del pasaje es que sitúa la trama en el punto de
vista del aprendiz o del estudiante, que por lo común ocupa un segundo plano
tras el “protagonista” del hecho educativo: el profesor.
Muy por el contrario, en el
cuento de Ishiguro los aprendices ocupan el centro del relato, pudiendo verse cómo
Eloisa se previene y protege de los
profesores correctos y profesionales, que no hacen sino trasmitir técnicas y
conocimientos de manera homogeneizante y
mecánica, sin atender a las particularidades ni desarrollar las potencialidades
y talentos de los estudiantes, cuyas cualidades corren el riesgo de quedar
sepultadas bajo una espesa capa de recomendaciones, repeticiones,
transferencias y lugares comunes provistos por el profesor en una didáctica
monótona y sin fin. Los mismos profesores han sido objeto, tal vez, de otras
trasposiciones igualmente rutinarias durante su formación docente.
Pero hay más.
Nótese que
cuando hablamos en el párrafo anterior de desarrollar “potencialidades” del
estudiante, no lo hacemos de manera antojadiza. Por el contrario, tomamos el
término de Eloisa, cuando en otra parte del cuento, al escuchar por primera vez
a Tibor tocar el chelo, le dice,
justamente, que tiene una gran …. potencialidad, generando una efímera
decepción en el joven músico, que esperaba que ella le dijera “talento”.
La diferenciación no es
baladí, porque en la idea que trasmite Eloisa, no basta con el talento, ya que
se necesita el maridaje con una enseñanza que sea capaz de tomar ese punto de
partida para sacar el mejor partido de ese “don” natural.
La labor del profesor es
entonces no asfixiar los talentos innatos sino captar esa singularidad personal
y conducir y desatar una energía creativa y si fuera posible, estimular el “des/aprendizaje” de lo que se trae aprendido de los profesores profesionales, quienes seguramente han
operado a favor de la estandarización del conocimiento en función de certificar
y calificar para “salvar” o “aprobar” la asignatura, como si la trayectoria educativa se tratara de
una carrera de obstáculos.
En la enseñanza del Derecho
del Trabajo, por ejemplo, tan importante como comprender las claves
fundamentales de la disciplina es des/aprender, como condición previa, ciertos
saberes adquiridos en las asignaturas “tradicionales” del derecho, como ocurre
con el derecho civil y procesal común, que hacen de la igualdad formal y el excesivo
contractualismo un dogma central que debe ser rápidamente puesto en cuestión de
manera casi socrática por el docente para construir a partir de esa duda.
Sobre la des/estructuración
de los saberes tradicionales puede alcanzarse una comprensión sobre nuevas
bases de ordenamiento jurídico como el laboral, que toma la igualdad material como meta, según la conocida
expresión de Radbruch.
No hay recetas para
prescribir la manera de cómo realizar esa tarea esencial del docente, y en esa
inefable línea radica, nada más y nada menos, que la diferencia entre un
profesor “profesional” al decir de Eloísa, y un profesor “enseñante” si se
permite la expresión.
El estudiante es un sujeto
activo de la enseñanza – no es esto novedad alguna – pero lo inquietante del cuento de Ishiguro es que
subraya la condición crítica y la necesidad del aprendiz de desplegar mecanismos de autodefensa ante el saber institucionalizado, tedioso y trasmitido
mediante clases muy correctamente dadas pero sin sustancia ni tensión.
Por ello es también muy relevante
– el pasaje del cuento es pleno de significados - lo que dice Eloisa cuando
exhorta al joven Tibor a “saber esperar” la oportunidad de aprender, una
afirmación a contrapelo de toda la corriente pragmática y hasta consumista de
acumular certificados, cursos, títulos,
posgrados, tesis, artículos en revistas indizadas, etc, sin otro destino que el
de ofrecerse y competir en el mercado.
Dos apuntes entonces sobre
este breve párrafo de Ishiguro con remedios para resistir y para “destapar virtuosismos”: primero, Autodefensa frente a la enseñanza
correcta y profesional pero sin carnadura ni pulsión, que no permite desatar
las potencialidades, y segundo, saber esperar para no “deteriorarse”
como ha sabido hacer Eloisa a la espera de la mejor oportunidad.
Ishiguro, en esta lectura un
poco incómoda para un profesor como quien escribe, nos recuerda todo esto.
Ahora pienso que quizá no
sea una buena lectura para el descanso.
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